jueves, 25 de junio de 2009

Extracto

La literatura sólo es un remedio para el adicto que necesita más literatura (leerla o escribirla).


FRANCISCO UMBRAL
LA BELLEZA CONVULSA

domingo, 21 de junio de 2009

Desdejuni sense diamants

Aquest microrelat va estar finalista del I Premi de microrelats La Nau, del Centre Cultural La Nau de Castelló, a l'abril del 2009.

Hui tinc ganes de plorar, i no sé ben bé per què. No és per la regla, no la tinc, ja no em ve. Analitze, introspeccione... Potser he vist massa pel•lícules novaiorqueses i pense que la psicoanàlisi ho soluciona tot. Repasse esdeveniments.

El despertador ha sonat a les cinc. M'he desdejunat amb un suc de pomelo i un café negre, sense sucre. Després m'he raspallat les dents fins a fer-me sagnar les genives i m'he dutxat amb aigua freda. Se'm va la vida cada vegada que ho faig. M'he refregat el cos amb una esponja rasposa fins a deixar-me la pell roja i lluent com la d'una cirera, però ja fa temps que no està tan tibant, com la de les cireres. Crema hidratant, assecador, maquillatge, però que parega que no hi vaig maquillada, perfum, com si haguera d'enamorar algú, com si poguera enamorar algú. Demane un taxi. Done l'adreça del gimnàs. El taxista inicia una xerradissa insubstancial. Jo em pose el periòdic davant per a avortar qualsevol conat de conversa. Al gimnàs em mortifique amb les màquines i la música xarona que ix a doll pels altaveus. Massatge. Raig UVA. Una altra dutxa freda. Amb raspall. Crema hidratant. Assecador. Maquillatge, però que parega que no hi vaig maquillada.

Arribe als jutjats. Abans, els ordenances em miraven al passar, ara és com si no els hi passés ningú pel davant. Café negre, sense sucre. Engegue l'ordinador i revise les piles d'expedients que no minven: informes, declaracions, denúncies, peritatges, sumaris, sentències... I després, a la sala.

He fet fora de sa casa dues famílies i li he llevat el fill a una altra. He dinat sola, ensalada sense oli i café negre, sense sucre. Sempre dine sola, ensalada sense oli i café negre, sense sucre. En acabant, m'he raspallat les dents fins a fer-me sagnar les genives. Intente redibuixar-me les faccions que aquest rostre de vella ha devorat. De nou al despatx, m'he capbussat en la mar de relacions, antecedents, tràmits, instruccions, procediments...

Demane un taxi. Done l'adreça del centre de bellesa. Depilació, tonificació, píling. Demà, perruqueria i despús-demà, emblanquiment dental. Demane un taxi. El taxista ni saluda. Li done l'adreça de casa i mentre, em demane el sopar per telèfon: ensalada d'algues i sushi vegetarià. Que quantes racions? Una, només una. Arribe a casa, una casa neta, ordenada, buida...

Hui tinc ganes de plorar, i no sé ben bé per què.


© del text JAVIER VALLS BORJA
març del 2009

lunes, 15 de junio de 2009

Extracto

El incremento de todo conocimiento consiste en la modificación del conocimiento previo.


CATHLEEN SCHINE
LA SOBRINA DE RAMEAU

domingo, 14 de junio de 2009

Tres días en Lisboa

18.03.06 PRIMER DÍA (llegada)

Parto hacia Lisboa. Ilusión. Sueño. Me he levantado a las cuatro de la mañana. Sueño. Prisas. Menos mal que no hay tráfico. Manises. Parking P4. Terminal de salidas. Facturo el equipaje. Aburrimiento en el aeropuerto. Hago tiempo. Tomo café. Hago tiempo. Emergencia. WC.

Embarco en un avión que es como un bus: 50 plazas, más o menos. Bimotor, con dos hélices. Pequeño. Estrecho. Bajo, incluso para mí. Quiero dormir, pero la azafata no deja de joder en tres idiomas. Quiero dormir, pero la azafata no deja de joder con la prensa de la mañana. Quiero dormir, pero la azafata no deja de joder con el desayuno. Quiero dormir, pero el avión hace un ruido de la hostia.

Miro por la ventana. No se ve una mierda, está nublado. La azafata empieza a joder de nuevo en tres idiomas. Abróchense los sinturoness. Turbulenssiass. Desabróchense los sinturoness. Abróchense los sinturoness. Más turbulenssiass. Desabróchense los sinturoness. Abróchense los sinturoness. Vamos a aterrisar. Senhor, fotos no. Sielo portugués, fotos no. Obrigada.

El comandante Ramalho y su tripulassión les dan la bienvenida a Lisboa. Grassias por elegir nuestra companhía para volar.

El equipaje tarda una eternidad en salir. Me aburro en Lisboa. Ni siquiera puedo tomar un café para hacer tiempo. Sólo puedo hacer tiempo. Más tiempo. Por fin sale mi maleta, mojada y sucia, pero por lo menos no ha terminado en Mozambique o en Dinamarca.

Debería haber alguien esperando en el aeropuerto, pero no, no hay nadie. Hay un mar de carteles con nombres de pasajeros, pero en ninguno de ellos figura el mío.

Espero. Nadie. Espero. Nadie. Espero. Nadie.

Veo a otros pasajeros de mi vuelo con la misma pinta de pringaos que yo. Les pregunto. Sí, viajan con la misma compañía. No. No ha venido nadie a por ellos. Pero sí, sí han hablado con alguien. Van a venir a por nosotros. Yupi. Vienen. Nos llevan al hotel. El microbús es confortable. El chófer, simpático y eficiente, conduce de forma temeraria mientras habla por el teléfono móvil. Mi primera impresión de Lisboa: obras, lluvia, caos.

Llueve en Lisboa. Paraguas. Impermeables. Llueve.

Lisboa está llena de tranvías viejos, chirriantes, de taxis viejos, chirriantes, de obras, de modernos tranvías articulados que circulan por las mismas chirriantes vías que los viejos, de buses urbanos llenos, de buses turísticos vacíos. Claro, llueve.

Sorpresa. Agradable. Hotel de diseño, super gay. Chic. In. Céntrico. Moderno. Íntimo. Gay. Amabilidad discreta. Recepcionista gay, amable, discreto. Detalles cuidadísimos. Mola.

La habitación todavía no está preparada. Es muy temprano. No importa, no tengo ganas de habitación, quiero ciudad. Dejo el equipaje y me lanzo a la calle. Salgo a Lisboa. Lisboa huele a hierro recalentado. No llueve ¡qué suerte! Hace un calor que parte las piedras. Llueve. Sol.

Decido tomarme las cosas con calma, ir descubriendo la ciudad relajadamente, pausadamente, sin prisa, saboreando cada rincón. Praça da Figueira, Praça do Rossio, Rua Aurea, Praça do Comércio, Rua da Madalena, Catedral, Alfama, Mirador de Santa Lucía... Estoy agotado, tengo sed, me duelen los pies.

Obras, coches en la calzada, coches en las aceras, viejos tranvías chirriantes, chirriantes taxis con taxistas temerarios, turistas por todas partes ¿por dónde paso?

Fotos, fotos, fotos, tranvía. Un rótulo avisa de la posibilidad de carteristas. Mi guía de viaje de bolsillo me advierte de la posibilidad de carteristas. Dos españolas me confirman la presencia de carteristas. Ayer intentaron robarles. Bajo en Feira da Ladra. Feira da Ladra, Mercado de los Ladrones. No compro nada. No me roban nada.

Busco un sitio para comer. ¡Uf! Baretos cutres que huelen a refrito. Hombres fumando a la puerta, con las manos en los bolsillos. No hablan. Baretos. Hombres fumando dentro, acodados en la barra. No hablan. Parecen tristes, oscuros. Los hombres y los baretos. Una bella plazoleta, alegre y luminosa, el Largo da Graça, con una hermosa vista del castillo de San Jorge y la ciudad, con el río y el puente 25 de Abril de fondo. En un pequeño restaurante mugriento, una mujer joven que no lo parece está poniendo las mesas. Los manteles son blanquísimos, su bigote, negro, como sus ojos cuando me miran y me ven pasar de largo. Los oscuros y tristes hombres que están fumando a la puerta sin hablar y con las manos en los bolsillos no me dejan ver la pizarra que anuncia el menú.

Me alejo de allí. Calle abajo, más baretos, con los mismos hombres que he visto en todos los demás. Por fin, un restaurante en condiciones. Me siento a la mesa y me “obsequian” con unos platos de aperitivo, que luego he de pagar. Ya me lo habían advertido la agente de viajes y mi guía de bolsillo. En esta primera ocasión los acepto, ya que hay un par de quesos con muy buena pinta, además, el camarero me ha informado de qué va el rollito “si comes pagas, si no comes no pagas”. Como. En la mesa de al lado hay una pareja inglesa, sosa, joven y pardilla, a los que no han informado que van a tener que pagar ese “detalle”. Se miran con extrañeza, preguntándose mutuamente “¿has pedido tú esto?” “Yo no”. “Yo tampoco”. Están un buen rato mirando el queso, el jamón y los langostinos de reojo, sin tocarlos, pero al fin les meten mano y no dejan títere con cabeza. Pido “Bacalhau as natas”. Vengo predispuesto a que no me guste, porque a mí no me gusta el bacalao. Delicioso, exquisito, suculento, divino, buenísimo. Mañana pienso repetir. Bebo vino blanco del Duero portugués, Douro. Vila Regia, mmmm... Para un tranvía justo enfrente del restaurante. La gente mira adentro, yo miro a la gente. No recuerdo ningún rostro, sólo que la gente mira adentro y que yo miro a la gente.

Salgo. Calor. Parece que refresca. Refresca. Parece que va a llover. Llueve. Cojo el 28, para que me acerque al hotel. Bajo cerca, en Chiado, la zona pija de Lisboa. Hermès, Cartier, Cerruti, Diesel, Prada, Zara. Vuelvo al hotel. Me refresco. Miro la cama y me digo ¡¡¡NO!!! Salgo de nuevo. Vuelvo a la zona pija. Miro escaparates, entro en tiendas, no compro. Me muero de sed. El bacalao. Coca Cola Light, por favor. Obrigado. En el escaparate de Sisley hay dos maniquíes masculinos. Uno, de aspecto inequívocamente gay, está desnudando al otro, más varonil. Al lado, tres maniquíes femeninos están en actitud de meterse mano. Enfrente, la gente se hace fotos junto a la estatua de Fernando Pessoa. El café A Brasileira está cerrado por defunción.

Cuando me canso de trotar por la zona comercial, me dirijo a Baixa. Más zona comercial. Me topo con la Feira do Livro Manuseado. Entro. Todo en portugués, claro. Salgo. Busco sitio para cenar. Los restaurantes exhiben pescados resecos en sus escaparates refrigerados y langostas semi vivas o medio muertas en tanques de agua turbia. Miro adentro, sin detenerme demasiado, lo suficiente para percibir que la mayoría de estos restaurantes para turistas están un tanto mugrientos, pero tienen unas llamativas terrazas que imagino que es lo que atrae a muchos, y pienso ¿cómo comes o cenas en una terraza, si de un momento a otro se puede poner a llover? De hecho, de un momento a otro se va a poner a llover.

Los camareros están al acecho. Me abordan. No, gracias. Huyo. La verdad es que tengo poca hambre. Recuerdo que en el centro comercial hay un restaurante chino, y allí me dirijo. No sé qué ha pasado, quiero pedir poca comida, pero tengo la mesa llena. Dejo la mitad, porque está pésima. Lo único bueno, el vino, portugués, verde. El peor chino de mi vida.

Vuelvo al hotel. Ducha. Cama. Sueño. Leo a Benedetti. Junto a mí hay una mujer hermosa. Ella duerme y yo leo a Benedettii. Sueño. Sueño. Sueño.

19.03.06 SEGUNDO DÍA (Dia do Pai)

Me despierta el estruendo de los tranvías, pero estoy bien en la cama. Dormiré un poco más.

Pasa otro tranvía. No puedo dormirme de nuevo, pero estoy bien en la cama. Doy media vuelta. Lisboa es una ciudad tan ruidosa...

Me levanto. Salgo al balcón. Hace un fresco agradable y luce el sol. Enfrente, el castillo. Debajo de él la ciudad, que se desparrama por la ladera del monte hasta llegar a mí, me absorbe y sigue más allá. En las ventanas del otro lado de la calle hay ropa tendida, una ropa sobre la que lloverá varias veces ese día. Bajo a desayunar. Flipo con el comedor. Paredes de piedra, otras de estuco, libros antiguos en todo su perímetro, madera, acero. Desayuno como un vikingo.

Salgo del hotel y entro, de nuevo, en Lisboa. Respiro hondo. Lisboa huele a hierro recalentado. Miro al cielo. Llueve. Hace frío. Miro al suelo, y siguiendo los dibujos de los mosaicos de adoquines me dirijo al elevador de Santa Justa, quizá el ascensor más bello y absurdo del mundo, majestuoso, extravagantemente encajonado en una calle tan estrecha que lo estrangula. Subo. Fotos. Siento vértigo. Camino hacia tierra firme, procurando no desviarme del centro de la pasarela ni mirar abajo, mientras pienso para qué habré subido a este artefacto.

Bairro Alto. Bonito. Decadente. Bonito y decadente. Muy restaurado. Muy necesitado de restauración. Fotografío una casa rosa, una iglesia en ruinas, el rótulo de un bazar. Sale el sol. Hace calor. Bajo. Avenida da Liberdade, Praça Restauradores, Estación do Rossio, Praça do Rossio, Praça da Figueira. Tomo el tranvía 12 y subo al castillo de San Jorge. El lugar está tomado por hordas de turistas, de los otros turistas. Es curioso, yo soy un turista más, pero me siento como un observador de lo que hacen los demás. Viento. Llueve. Frío. El castillo es grande, imponente, está bien restaurado, las ruinas bien consolidadas, el entorno cuidado, las vistas maravillosas, el restaurante carísimo. Siento vértigo al subir a una de las torres. Bajo. Salgo.

Busco sitio para comer. Lo tengo. Un restaurante pequeño, con una agradable decoración absolutamente ecléctica y absolutamente gay. Pido pescado y acabo comiendo carne, porque es lo que me sacan y tengo un hambre voraz. Estoy sentado frente a la ventana. Llueve. Graniza. Sol. Llueve. Graniza. Sol. El camarero es un completo desastre y decido no tomar allí el café. Salgo. Viento. Mucho viento. Frío.

Voy hacia la Praça do Comércio. Por el camino me topo con el teatro romano de Lisboa, poco más que unos cimientos, pero reconozco un mosaico que he visto muy repetido en las aceras de la ciudad. Continúo mi camino. Tomo el tranvía 15 en el sentido equivocado y enseguida llego al final del trayecto. Vuelvo a pagar, aunque hay mucha gente que viaja por la cara, aprovechando la confusión de las subidas y bajadas. Yo, es que soy tonto. O no. No sé. Paso bajo el puente 25 de Abril. ¡Uf! Impresionante. Monumento a los Descubridores. Torre de Belém. Monumento a los Caídos por Portugal. Monasterio de los Jerónimos. Todo es impresionante. También el Centro Cultural de Belém. Alberga una exposición de Frida Kalho que me apetece, pero no tengo tiempo para salir de las calles y meterme en museos.

Tomo el 15 de nuevo, esta vez en la dirección correcta. Vuelvo al centro. Un negro baila mientras habla por teléfono. Hay mucha gente mendigando, mostrando sus muñones. Un tipo con rastas y perro toca la flauta sin saber, dando vueltas a mi alrededor, y me pide un dinero que no le doy. Vuelvo al hotel. Me refresco. Salgo a cenar. Me abordan, como anoche, los camareros. No, gracias. Ceno en un hindú. Pica. Mucho.

De regreso, pienso que la gente portuguesa es amable, que apenas he visto niños, que hay muchos teatros en Lisboa, que el vino tinto del Alentejo que he tomado con la cena estaba muy bueno, y que es el primer sitio donde he visto a dos hombres cogidos de la mano por la calle.

Hotel. Ducha. Benedetti. La mujer que yace en el lecho junto a mí es hermosa, y duerme, cansada, embebida de Lisboa. Tengo sueño. Leo a Benedet...

20.03.06 TERCER DÍA (regreso)

Hoy me han vuelto a despertar los tranvías, pero se está tan bien en la cama... Hay más tráfico que los otros días, es lunes. Se oyen las voces de los negros hablando a voces, como si cada uno caminase por una acera distinta, pero se está tan bien en la cama...

Me levanto, por fin. WC. Desayuno. A la calle. Sol, lluvia, sol, lluvia, sol, lluvia. Los vendedores callejeros anuncian a gritos su mercancía: cuando llueve, paraguas, cuando escampa, gafas de sol. Estoy en una tienda y afuera llueve. Me demoro, a ver si para, y miro afuera. El vendedor de paraguas espeta a la gente que sale del metro que está lloviendo y que él tiene paraguas, él tiene la solución a sus problemas, por lo menos, al más inmediato, y lo hace con un potencia de voz y una cadencia increíbles, envidiables, enervantes. Me está poniendo atacadito con la dichosa cantinela. La dependienta me dice que todos los días es lo mismo.

Más allá, los castañeros empujan sus carros bajo toldos y soportales. Los limpiabotas callejeros tapan con una lona sus escuetas instalaciones, apenas una silla, un taburete y una caja para los betunes. Hay muchos limpiabotas en Lisboa, de los de la calle y de los otros, de los de salón con sillones cómodos, lujosos y decadentes. Nunca había visto cómo lustran los zapatos a una mujer. Es una chica rubia, joven, con aspecto de inglesa, que se parte de risa mientras una pareja rubia de aspecto inglés y edad, sexo y forma indefinidas, se muere de risa al mismo tiempo que ella. Están fofos y colorados. Son fofos y colorados. La escena no me hace gracia. Al limpiabotas, tampoco.

Tiendas. Regalos. Fotos. Calle, calle, calle. Avenida da Liberdade. El lujo que destilan los establecimientos de ropa y complementos no se refleja en la calle. La gente no viste bien. Me detengo ante los escaparates de Gant, que esta temporada ha sacado una colección inspirada en la familia real norteamericana, los Kennedy. Los precios son de locura y a mi izquierda hay dos indigentes durmiendo entre cartones. Primer y cuarto mundo, como siempre, inseparables.

Después de patear intensamente esta Lisboa, sin detenerme más que para comer, hoy, por fin, me siento en una terraza. Cerveza. Pido también patatas fritas, pretendiendo que sean chips. Tardan en servirlas, e imagino que las están friendo. Efectivamente. Son de las de con filete, pero sin filete. Están buenas. Observo a la gente. Turistas, sobre todo. Ingleses con aire despistado y feliz, absolutamente ajenos a lo ridículamente vestidos que van. Alemanes con indumentaria veraniega, playera, grandes y rubicundos, con sus grandes y rubicundas valquirias, playeras y veraniegas. Franceses con los pantalones bien ceñidos hablando por los codos con sus morritos fruncidos. Italianos, gesticulantes y hechos un pincel. Españoles en grupo, cargados de compras y hablando a gritos por teléfono, las mujeres por un lado y los hombres por otro.

Terminado el aperitivo, busco sitio para comer. Empieza el asedio de los camareros. Acoso y derribo. Huyo. Entro en una calle por la que todavía no había pasado, porque me llama la atención una fachada modernista. Resulta ser un peep show. Fotos. Enfrente descubro un restaurante con buena pinta. Entro. Como un “bacalhau á brás” que resulta que tiene el primer premio al mejor plato de Lisboa en no sé qué concurso gastronómico. El plato hace honor al premio. Definitivamente, me encanta el bacalao.

Más shopping, aunque la mayor parte del tiempo la consumo en escaparates, no en comprar. Fotografío suelos, rótulos, gatos... Entro de nuevo en la Feira do Livro Manuseado y compro unas revistas de diseño gráfico, en inglés e italiano. Voy a la FNAC. Compro un disco del padre Soler, en barroco. Fotografío las tiendas pijas, en color. De Cartier sale un maromo: fotos no. Doy una vuelta. Fotos, fotos, fotos. Una es de Cartier.

>En plena milla de oro del Chiado he visto, a las tres de la tarde, a dos mujeres. Una es muy vieja, camina con los pies abiertos, como un pato, como yo. La otra, no sabría decir, podría tener cualquier edad entre los cuarenta y los cien. Quizá tenga menos de cuarenta. O más de cien. No sé. Van vestidas de noche, con trajes largos de seda y lamé, de terciopelo y organza. Llevan rimel, pintalabios y mucho colorete. Ambas lucen esclavinas de visón, pelucas, gorros de lana de colorines y mirada brillante. Calzan pantuflas de franela a cuadros de andar por casa, y una de ellas, la más joven, lleva remetidas la perneras de los pantalones de chándal en unos calcetines con muñequitos de los Simpson. De sus brazos cuelgan bolsitos de lentejuelas, como lujosas limosneras, y van conversando y riendo sin ser conscientes de que las mira todo el mundo. Doblan la esquina y desaparecen en dirección a esa fiesta imaginaria que quizá exista en algún rincón de su locura, donde las espera algún galán que romperá su carnet de baile, para danzar con ellas hasta el amanecer. Por algún motivo, sé que nunca las podré olvidar. Parecían felices. Ojalá lo sean.

Vuelvo al hotel. Espero. Espero. Espero. Me aburro. Espero.

Estoy en recepción, con el equipaje a punto. Dos comerciales españoles, viejos, garrulos, están liquidando la cuenta, flirteando con la recepcionista, dando la nota. Deja también el hotel una pareja homo, dos hombres discretos, bien vestidos, pulcros, educados. Me queda una idea de Lisboa un tanto gay, y pienso que quiza sea porque es una ciudad abierta y tolerante.

Al fin, vienen a recogerme. Aeropuerto. Es inmenso. Me entra una sensación de ahogo, de sentirme perdido. Busco un punto de información general y, por suerte, no lo encuentro. Me he de buscar la vida. Pasado ese primer momento de pánico pueblerino, todo empieza a encajar. Encuentro el mostrador de facturación. Facturo. Encuentro las puertas de embarque tras atravesar una enorme área de duty free. Control antiterrorista. Al magrebí que me precede en la cola le hacen quitar hasta las botas. A un alemán grande y rosa lo cachean como en las películas porque hace saltar las alarmas del arco detector de metales. Embarco. En la sala de embarque hay gente que ha comido bacalao, que ha comprado toallas, cuberterías, gallos de Barcelos y mantelerías que no va a usar en la vida. Algunos llevan cajas de pasteles del tamaño de un ataúd de bebé. Lo siento, es morboso, macabro, repugnante, pero es la primera y más convincente comparación que me viene a la mente.

Espero. Espero. Espero. Embarco. Espero. Despego.

Sobrevuelo Portugal, o España, no sé. Viene la azafata con la prensa portuguesa. No, gracias. Viene la azafata con la cena. Gracias. Viene la azafata con el café. ¿Chá o café? Nada, gracias. No me ha dejado tener mi equipaje de mano conmigo porque estoy sentado justo en la salida de emergencia, en el ala del avión, por donde hay que salir en caso de amerizaje forzoso, cosa muy lógica cruzando la península. En contrapartida, el espacio del que dispongo es más amplio.

Me alejo de Lisboa, de esa hermosa ciudad con ese bello nombre, Lisboa. Esa ciudad deseada durante años que, en tres días, me ha enamorado, de hecho, ya lo hizo el primero. Vuelvo fascinado, lleno de Lisboa, enamorado, no sé si lo he dicho. Pienso en sus gentes, amables, y en cómo algunas de ellas, como en tantos otros sitios, no aprecian lo que tienen si no es en función de lo que les da. Pero esas gentes que prostituyen a Lisboa, como ocurre con tantas otras gentes que prostituyen a tantos otros lugares, no formarán parte de mi recuerdo, no quiero. Quiero tener una idea de la ciudad incontaminada, y que el recuerdo de esas personas aprovechadas no enturbie el de las personas que la han construído, que la han hecho posible.

Lisboa ya siempre formará parte de mí y de mis recuerdos. Y pienso en ella, en la Lisboa vieja, la que he conocido, la que venía a conocer, como en una mujer hermosa, bellísima, en la plenitud de su madurez, que requiere en ocasiones la ayuda de la cosmética, o incluso de la cirugía, para seguir siendo deslumbrante. En cambio, la Lisboa joven no tiene vocación de bella. Es moderna, y tiene ansias de cosmopolotismo, de vanguardia, como una mujer joven y moderna, vanguardista y cosmopolita, que quiere ser algo por sí misma, sin tener que depender para ello de su belleza y, de hecho, no lo hace, porque no la tiene. La Lisboa joven es como tantas otras ciudades con ínfulas de gran ciudad, de relumbrón, que no puede competir de ningún modo con la Lisboa antigua y bella, decadente y viva, a veces ruinosa y siempre ave fénix. Y la Lisboa joven no recuerda que la Lisboa vieja no sólo es hermosa, sino que en su día ya era cosmopolita, moderna y vanguardista, y que fue joven, y la Lisboa joven será vieja, y no será hermosa.
Llego a Manises. En comparación con el aeropuerto de Portela, Lisboa, esto parece un aeródromo. Por lo menos, aquí me devuelven el equipaje pronto.

Repaso la documentación de la agencia de viajes: “Llegada a Valencia. Fin de nuestros servicios. Búscate la vida”.

Recupero mi coche pagando el rescate que me pide la caja automática a punta de pistola. Vuelvo a casa. Lucas y Rufo están epilépticos de alegría.

Me ducho. Me acuesto. Tengo sueño. Leo a Benedetti. Leo a Benedetti, sin prestar demasiada atención a lo que leo. Sueño. Dejo de leer a Benedetti, tengo la cabeza demasiado llena de otras cosas, y tengo sueño. Pero antes de dormir pienso que me hace bien viajar. Pienso que el vivir aquí, sin salir, te embrutece, aunque creas que no porque lees mucho, seleccionas lo que ves en TV, y vas al teatro, a conciertos, a exposiciones, y procuras estar al día en lo tocante a la cultura, a la moda... pero el hábito no hace al monje. También dejo de pensar, porque tengo sueño.

Junto a mí hay una hermosa mujer, dormida, cansada.

Home, sweet home.

© del texto JAVIER VALLS BORJA
marzo de 2006

Extracto

El Mediterráneo es un mar absurdamente pequeño; la magnitud y la grandeza de su historia nos hacen imaginarlo más grande de lo que en realidad es.


LAWRENCE DURRELL
"BALTAZAR"