viernes, 10 de julio de 2009

La barca 2/6

Y lo que vio a su vuelta le encogió el corazón y le hizo sentir culpable, como si hubiese sido su ausencia la causante de aquella metamorfosis desmesurada. El pueblo de sus padres, de sus abuelos, de sus amigos, de su primer amor... su pueblo, ese pueblo de cal que había dejado atrás, no se veía por ninguna parte. Había sucumbido bajo el peso de millones de toneladas de acero y hormigón, de cristal, de asfalto, de anuncios luminosos, farolas y parquímetros, cabinas telefónicas, semáforos, paradas de autobús... Y las calles, con sus filas de árboles castrados, estaban atestadas de señales de tráfico y vehículos de todo tipo; hasta un tren turístico con pasaje de niños vociferantes y matronas pintarrajeadas y aburridas. Triste.

Las aceras, intransitables, tomadas por las terrazas de los bares y los vendedores ambulantes de discos piratas y falsas alfombras turcas, por padres con carritos de bebé, por niños en bicicleta, por las mercancías horteras de las tiendas de souvenirs. Papeleras llenas a rebosar, mierdas de perro, gente que intentaba enmascarar con perfume barato el sudor rancio, contenedores de basura malolientes, grasientos vapores de fritangas que escapaban de los restaurantes, rejillas de alcantarilla apestosas... ¿qué había sido del aroma del mar?

El progreso había llegado a su pueblo, lo había devorado y estaba haciendo una mala digestión. Ahora conducía por calles desconocidas, tan iguales a tantas otras de tantos otros pueblos devastados por la especulación, que era incapaz de distinguirlas. Súbitamente dio un frenazo que dejó marcados los neumáticos en el asfalto. El vehículo que circulaba tras él frenó a su vez, de golpe, quedándose tan cerca del suyo que tuvo que hacer maniobra para salir de allí, entre bocinazos e improperios. No hizo caso. Nada de lo que había visto hasta entonces, nada de lo que había experimentado, era comparable a lo que sintió al ver la barca. La barca que construyó su abuelo, con la que se había ganado la vida, como su padre. La barca con el nombre de su abuela, de su madre, de su hija... La barca que habla mecido sus sueños de juventud en los días de calma chicha del verano, a la sombra de la vela latina, y que ahora estaba allí, varada en el centro de una rotonda de acceso al pueblo con el suelo de color azul piscina, en una patética emulación del mar. Un mar de cemento resquebrajado con matas de hierbas emergiendo de las grietas a modo de algas. La barca, siempre blanca en su memoria, era ahora de un rojo descolorido y descascarillado por la acción del sol, y tenía pintado en grandes letras amarillas el nombre del pueblo recorriendo ambos costados de proa a popa. Grotesco. Deplorable. Doloroso.

© del texto JAVIER VALLS BORJA
verano 1998

1 comentario:

  1. Todavía me acuerdo cuando en mi ciudad se llegaba a todos lados caminando... ya no. Deplorable? Doloroso? Así es.

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