lunes, 31 de agosto de 2009

Sin pena ni Gloria 7/13

El avión ya empezaba a perder altura, y pudieron extasiarse con la vista de la isla.

— ¡Mira, Mateo, mira qué bonito! Oh, mira allá, qué preciosidad— Por un momento volvía a ser la Gloria original, la incontaminada, la que se entusiasmaba con cualquier cosa, por nimia que fuera, pero Mateo sabía que era sólo una ilusión.

Aterrizaron, se demoraron una eternidad en el aeropuerto porque a Gloria le habían perdido una de las maletas, se puso histérica, la encontraron, alquilaron un coche allí mismo y se pusieron en marcha. Mateo había estudiado al milímetro el mapa de la zona y conducía con la certidumbre de ir por el buen camino. A cada kilómetro que dejaban atrás se iban cruzando con menos coches, la carretera se iba estrechando por momentos y ya casi no se veían construcciones desde ella. Hacía ya mucho rato que hablan dejado atrás la ciudad y los desmesurados macrohoteles de las playas famosas. Gloría se moría de ganas por saber a dónde iban, pero decidió no preguntar nada.

Mateo conducía mirando arrobado pasar los acantilados, las calas, los islotes inhóspitos que moteaban la costa, las pequeñas playas desiertas por lo inaccesibles. Admiraba cada árbol del camino, cada mata; algarrobos acogedores y torturados olivos, sabinas, lentiscos, fragantes enebros, pitas que desafiaban al cielo con sus flores gigantescas... cada curva le deparaba una nueva perspectiva. Allá abajo rompía el mar, en su eterna, incansable labor de destrucción de la roca, pacientemente, con caricias, millones de caricias. El mar era Gloria, la roca, él. Durante un instante, en que el vuelo de una gaviota lo acompañó tan de cerca que creyó que casi podía tocarla, se sintió etéreo, alma sin cuerpo, y supo lo que se sentía al volar sin artificios. Lo supo. Fue un momento mágico y, no obstante su brevedad, una de las experiencias más satisfactorias de su vida; y fue sólo suya.

© del texto JAVIER VALLS BORJA
invierno1999

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