“Te querré siempre”, dijo, depositando un beso ebrio en sus labios. Se acostaron abrazados y durmieron una noche sin sueños. A la mañana siguiente, unos cuantos billetes ocupaban su lugar.
El escritor es la chica del bar y el amante de la chica del bar, el gánster y el policía, el homosexual y el fascista, el marxista y el heterosexual, la víctima y el asesino. El asesino de mi novela es el escritor. Es decir, yo. Y si no soy detenido en las horas que siguen a esta revelación es que ya no puedes fiarte ni de la literatura".
MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
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Pasa una moto sin silenciador. Un automovilista furioso toca el claxon sin parar, hay un coche en doble fila que le impide salir. Repiquetea un martillo neumático ¿a estas horas? A lo lejos se oye la sirena de una ambulancia. Los niños y los perros del parque gritan y ladran. En el cruce se ha formado un tapón y la pitada es colosal. Silent nigth, Holy nigth, All is calm, All is bright.
Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho. No habla mucho porque es imposible hablar a alguien de un libro que se ha escrito y sobre todo de un libro que se está escribiendo. Es imposible. Es lo contrario del cine, lo contrario del teatro y otros espectáculos. Es lo contrario de todas las lecturas. Es lo más difícil. Es lo peor. Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, es eso. El libro avanza, crece, avanza en las direcciones que creíamos haber explorado, avanza hacia su propio destino y el de su autor, anonadado por su publicación: su separación, la separación del libro soñado, como el último hijo, siempre el más amado
MARGUERITE DURAS "ESCRIBIR"
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Paso frente a un bar triste. Un breve vistazo al interior me llena los ojos de gente sombría que no conversa. El camarero mira el fútbol en la TV. La luz mortecina de los fluorescentes y los adornos navideños horteras lo hacen más deprimente, si cabe. Huele a vino rancio y suelo mal lavado. Las tragaperras llaman a los parroquianos con sus luces de feria y sus cantos de sirena.
Los escritores prefieren dar a entender que componen mediante una especie de bello frenesí -un éxtasis intuitivo- y literalmente, pero si se echara una ojeada tras las bambalinas, nos encontraríamos con los innumerables vislumbres de ideas que no llegaron a la madurez de la visión plena, a las cautelosas selecciones y rechazos, a los dolorosos borrones e interpelaciones.
Los escaparates brillan más que nunca, ofreciendo lo de siempre, pero más caro que nunca, como siempre. Me detengo ante la joyería. El cristal está lleno de huellas de dedos que han señalado esos pendientes, ese colgante, esa sortija, ese deseo, esa frustración. Me gusta ese reloj. Lo compraré en rebajas. Si está. Junto a mí se ha parado una mujer joven con un niño que me mira intensamente mientras se hurga la nariz y se come los mocos. El niño. Me voy.
Respiro hondo. Elevo la mirada hacia los balcones engalanados con una iluminación imposible, adquirida en el supermercado del barrio. Las ventanas resplandecen como pequeñas sucursales de casas de putas de carretera, y es que, claro, no me acordaba, es navidad. Lo confirman los cientos de papásnoeles que cuelgan de los balcones, como si estuvieran ahorcados. ¿Qué pensarán los niños ante semejantes hordas de santaclauses? Las ventanas compiten en mal gusto y la vulgaridad se adeña de la calle. Ahorra energía. Ja.
Alcanzo a dos mujeres casi viejas, que van del bracete. Tengo la sensación de que siempre han sido casi viejas. Y que siempre han ido del bracete. Ocupan toda la acera. No puedo adelantarlas. Me atufan con la laca de sus cabellos rubio ceniza de bote y el alcanfor de sus abrigos de pelo de camello de poliéster, y con su perfume de mujer vieja, casi vieja. Peinados idénticos. Abrigos idénticos. Varices idénticas. Me atufan con su conversación. No le digas que te lo he dicho, que le dije que no te lo diría. ¿Yooo? Como si no me conocieras. A contraluz de una farola veo cómo escupen diminutas gotas de saliva mientras hablan. Una de ellas lleva las medias arrugadas y parece que se esté deshinchando. La otra lleva un papel pegado a uno de sus zapatos. Señora, lleva un papel pegado al zapato. Gracias, joven. Sus labios excesivamente rojos enmarcan sus dientes excesivamente verdes cuando me sonríe. Por fin puedo adelantarlas. ¿Has visto qué chico más amable?, alcanzo a oír mientras me alejo de ellas. Salgo, por fin, de la estela rancia que van dejando a su paso.
Pasa algo a toda velocidad, flotando sobre un halo azul. Las ventanillas con los cristales bajados a pesar del frío. Música a todo volumen, colores chillones, alerones aerodinámicos, llantas carísimas. El coche lleva conductor, el conductor no lleva cerebro. El conductor lleva gafas de sol. El conductor es gilipollas. Frena con un chirrido de neumáticos para no empotrarse en el furgón que está parado en el semáforo en rojo. Verde. Claxon. Claxon. Claxon. Acelera de golpe, con un chirrido de neumáticos. Deja marcas negras en el negro asfalto y negro olor a quemado en el aire negro de la noche. De los deslumbrantes tubos de escape sale un nubarrón de humo negro. Respiro el caucho quemado y respiro el humo negro. La luz de las farolas arranca destellos de los cristales negros. Desaparece apurando las marchas con estruendo. La música se sigue oyendo durante un momento. El conductor es su coche. El conductor no es nada cuando se apea de su coche. El conductor no es nadie sin su coche. El conductor es gilipollas. Un ciclista sin luz en la bicicleta y sin luces en el cerebro serpentea entre los coches jugándose la vida.
De la puerta abierta de un bazar sale un molesto soniquete, repetitivo, machacón, repetitivo, machacón, repetitivo, machacón... Me paro frente al escaparate y miro adentro. Mujeres comprando calcetines baratos y cosméticos que les van a irritar la piel. Mujeres comprando horribles objetos decorativos. Mujeres comprando perfumes apestosos. Mujeres comprando flores de plástico, joyas de plástico, lujo de plástico. Mujeres comprando tiempo, un poco de tiempo antes de volver a su condena a trabajos forzados, a casa. Home, Sweet Home. El molesto soniquete continúa, repetitivo, machacón, repetitivo, machacón, repetitivo, ande, ande, ande, machacón... Es un villancico, el bazar es chino, y todo es ridículo, incongruente, grotesco, incoherente. Entro. Lencería picante junto a posters del Papa. Cirios votivos y velas con forma de falo. Material escolar, tetas postizas, estropajos, santos de escayola, orinales de plástico, consoladores, escobillas para el váter, juguetes peligrosos... Made in Hong Kong, made in Taiwan, made in China. Huele a limpiahogar barato, a ambientador barato, a barato. Buenas tardes, ¿tiene carretes de fotos? No foto. Salgo.
Un buen escritor expresa grandes cosas con pequeñas palabras; a la inversa del mal escritor, que dice cosas insignificantes con palabras grandiosas.
ERNESTO SÁBATO
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Dobla la esquina un tipo que lleva una lata de cerveza de medio litro en una mano. No es la primera del día, ni siquiera de la última media hora. Se tambalea. Escupe muy cerca de mí. Cerdo. Es un pobre hombre. Menudo cerdo. Pobre hombre. Me pide fuego. No fumo. Pero ¿tienes fuego? No fumo. ¿Y una moneda? No fumo. Que te den. A ti. Me sumerjo en la estela rancia de alcohol viejo y ropa sucia que ha dejado a su paso.
Me cruzo con una mujer. No es guapa. No es fea. Casi no es. Ha existido durante los dos segundos en que se han encontrado nuestras miradas. La suya parecía cansada. Quizá la mía lo estuviera también. Desaparece. Me sumerjo en la estela de Marlboro y Rochas que ha dejado a su paso. Desaparece también. Se va amortiguando, perdiendo el sonido de su taconeo, hasta que no se oye más. Tacones lejanos. Ja.