martes, 23 de febrero de 2010

Cita




Escribir es una forma de terapia. A veces me pregunto cómo se las arreglan los que no escriben, los que no componen música o pintan, para escapar de la locura, de la melancolía, del terror pánico inherente a la condición humana.

Graham Greene

© de la ilustración Richard Kenworthy (fuente: flickr), publicado bajo una licencia Creative Commons

jueves, 18 de febrero de 2010

Tres palabras




¿Cómo prefieres la radio, convencional o por Internet?

Me gusta más la tele.
¿Y la pasión?

¿Qué pasión?

Es que esto es un relato para un concurso de la radio, y han de salir tres palabras, radio, Internet y me falta pasión...

Pero si tú eres muy apasionado...

Que no, que me falta la palabra pasión.

Si ya ha salido cuatro veces...

Pues es verdad...
Pero el relato ha de ser de amor.

Te quiero.
¿Qué?

Pues eso, el amor.

¡Ah, sí!

Y fueron felices para siempre.

© del texto JAVIER VALLS BORJA
enero 2010

© de la ilustración andrea joseph's illustrations (fuente: flickr), publicado bajo una licencia Creative Commons

jueves, 11 de febrero de 2010

Cita




Escribir a pesar de todo, pese a la desesperación...

MARGUERITE DURAS


Fotografía hallada en google, sin que figure el nombre del autor. Si tiene derechos de imagen, notifíquenmelo y será retirada inmediatamente.

martes, 9 de febrero de 2010

La barca (completo)




Y allí estaba de nuevo, de pie frente al mar, las piernas abiertas, los brazos cruzados y el mentón adelantado, desafiante, sus ojos encendidos de sol poniente. Esos ojos que habían paseado tantas veces sobre la línea del horizonte preguntándose qué habría más allá, al otro lado de ese mar que se interponía entre su playa y el mundo. Estaba seguro de que ese mundo era mucho más luminoso y brillante, pese a la infinita luz que invadía el suyo, pese a los destellos del agua que le obligaban a entornar los párpados, pese a los días azules. Y consiguió cruzar el mar, y vio que allí la luz era mate, el brillo artificial, los días, grises. Imaginó que los aromas eran allí más profundos, los sabores más intensos, las personas fascinantes... Y cruzó el mar, y olió la profunda nostalgia, saboreó la intensa soledad y vio que las personas eran un bien escaso entre la gente. Si, lo cruzó; contra todo y contra todos... dejando atrás su playa, su isla, su cosmos, con tanto orgullo en su equipaje que no le permitió volver, ni siquiera en los momentos más bajos, hasta que hubo pasado la vida.


Regresó, sí, y estaba allí, en su playa de guijarros, sintiendo por fin sosiego en el alma. Ahora jugaba con ventaja, puesto que había estado infinidad de veces en el lado opuesto, en el lado del mundo, de pie, las piernas abiertas, los brazos cruzados y el mentón adelantado, evocador; sus ojos encendidos de sol naciente, preguntándose cómo estaría su isla, al otro lado del mar.

Y lo que vio a su vuelta le encogió el corazón y le hizo sentir culpable, como si hubiese sido su ausencia la causante de aquella metamorfosis desmesurada. El pueblo de sus padres, de sus abuelos, de sus amigos, de su primer amor... su pueblo, ese pueblo de cal que había dejado atrás, no se veía por ninguna parte. Había sucumbido bajo el peso de millones de toneladas de acero y hormigón, de cristal, de asfalto, de anuncios luminosos, farolas y parquímetros, cabinas telefónicas, semáforos, paradas de autobús... Y las calles, con sus filas de árboles castrados, estaban atestadas de señales de tráfico y vehículos de todo tipo; hasta un tren turístico con pasaje de niños vociferantes y matronas pintarrajeadas y aburridas. Triste.

Las aceras, intransitables, tomadas por las terrazas de los bares y los vendedores ambulantes de discos piratas y falsas alfombras turcas, por padres con carritos de bebé, por niños en bicicleta, por las mercancías horteras de las tiendas de souvenirs. Papeleras llenas a rebosar, mierdas de perro, gente que intentaba enmascarar con perfume barato el sudor rancio, contenedores de basura malolientes, grasientos vapores de fritangas que escapaban de los restaurantes, rejillas de alcantarilla apestosas... ¿qué había sido del aroma del mar?

El progreso había llegado a su pueblo, lo había devorado y estaba haciendo una mala digestión. Ahora conducía por calles desconocidas, tan iguales a tantas otras de tantos otros pueblos devastados por la especulación, que era incapaz de distinguirlas. Súbitamente dio un frenazo que dejó marcados los neumáticos en el asfalto. El vehículo que circulaba tras él frenó a su vez, de golpe, quedándose tan cerca del suyo que tuvo que hacer maniobra para salir de allí, entre bocinazos e improperios. No hizo caso. Nada de lo que había visto hasta entonces, nada de lo que había experimentado, era comparable a lo que sintió al ver la barca. La barca que construyó su abuelo, con la que se había ganado la vida, como su padre. La barca con el nombre de su abuela, de su madre, de su hija... La barca que habla mecido sus sueños de juventud en los días de calma chicha del verano, a la sombra de la vela latina, y que ahora estaba allí, varada en el centro de una rotonda de acceso al pueblo con el suelo de color azul piscina, en una patética emulación del mar. Un mar de cemento resquebrajado con matas de hierbas emergiendo de las grietas a modo de algas. La barca, siempre blanca en su memoria, era ahora de un rojo descolorido y descascarillado por la acción del sol, y tenía pintado en grandes letras amarillas el nombre del pueblo recorriendo ambos costados de proa a popa. Grotesco. Deplorable. Doloroso. Dejó el coche allí mismo, el motor en marcha, la puerta abierta, sin luces de emergencia... Entre groserías y toques de claxon de conductores hastiados de las vacaciones en familia caminó hacia el centro de la rotonda sin acabar de creer lo que estaba viendo. Sí, sin duda era la barca de su abuelo, de su padre... su barca. Bajo las capas de pintura que habían atesorado los años, todavía se podían leer las letras talladas en la madera. Acarició con los dedos el nombre de su abuela, de su madre, de su hija... mientras un familiar y molesto escozor llenaba sus ojos de lágrimas, que se esforzó por mantener a raya, sin conseguirlo. En un intento por contenerse las secó de un manotazo, pero le resultaba difícil dominar la rabia que sentía. Era como estar viendo a sus padres y a sus abuelos con pelucas de lana, ropas de colores chillones y las caras pintadas de payaso, para divertimento de todo el que pasara por allí, y eso no lo podía soportar. Sentía vergüenza por ellos y sentía vergüenza de sí mismo. Si hubiese regresado a su debido tiempo, eso no hubiera ocurrido jamás. Ignoraba cómo había ido a parar allí, y tampoco le importaba. Si comenzaba a indagar encontraría montones de motivos para enfadarse, cuando había regresado allí buscando la paz de espíritu que hacia años le pedía el cuerpo. No, lo dejaría correr... Pero ese no era su sitio, de eso estaba seguro, y supo con absoluta certeza lo que tenía que hacer: iba a devolver la dignidad a la memoria de su familia.

Todavía ágil, se encaramó a la borda y subió con poco esfuerzo. Se sentó en la bancada de popa y, mientras acariciaba la caña del timón y volvía a sentir ese tacto casi olvidado, comenzó a urdir su plan. Los conductores le miraban con cara de asombro, y un par de adolescentes que iban en moto le gritaron algo que no entendió, pero nada de todo eso le importaba. Sonreía con una sonrisa firme y serena. Sonreía también con los ojos, brillantes ahora de determinación.

Los días siguientes fueron de reencuentro con sus viejos amigos, ya viejos. No estaban todos. Los que quedaban no le recriminaron la ausencia, la falta de noticias. Le abrazaron, alguno lloró, jugaron a las cartas, bebieron vino de la tierra, rieron, comieron comidas que recordaba su mente, pero no su paladar, conoció a sus hijos, pasearon por los escasos vestigios que quedaban en pie del pueblo que él recordaba, escucharon su lamento y le prometieron auxiliarle en su cruzada. Y volvieron a beber vino de la tierra para rubricar la decisión.

Contrató un camión con pluma y un remolque para embarcaciones y una mañana, bien temprano, él y sus amigos tomaron la rotonda. Estaban de buen humor; eran otra vez aquellos críos que se peleaban con los del pueblo de al lado con sus espadas de madera y sus sombreros de cow boy de plástico rígido, pero ahora iban armados con mazas y cinceles. Destruyeron los anclajes que sometían a la barca, liberándola de su estática condena. Las barcas se han de mecer, encabritarse al compás que les dicte el mar, han de retozar con él y dejarse acariciar. La suya es una relación sensual, han de estar en continuo contacto, en un cortejo sin fin. Le acudieron a la mente aquellos versos que leyó alguna vez: “Una barca en tierra, ¿hay algo más triste?”

Resultaban curiosas las miradas indiferentes de los conductores más madrugadores, y llegó a pasar una patrulla de la policía local que ni siquiera paró. Los más grandes robos se cometen en las narices de los propios custodios. El buen humor aumentaba y el trabajo avanzaba a buen ritmo. Una vez libre, le pasaron unas cinchas por debajo de la quilla y, con sumo cuidado, la pluma la izó, y la barca volvió a la vida: se estaba meciendo de nuevo. Le crujían las tablas de la panza, pero eso quedaría solucionado en cuanto entrara en contacto con el agua. Algo de brea y unas gotas de aceite de linaza también ayudarían. Y unas manos de pintura, claro. Se le ocurrió que parecía una mujer coqueta que estuviese pidiendo a gritos un tratamiento intensivo de belleza para volver a enamorar a su amante. Y él se lo iba a dar, por supuesto que sí; él iba a hacer posible esa reconciliación, al tiempo que se reconciliaría consigo mismo. A cada momento que pasaba iba recuperando su identidad. Había vivido una vida remota, error o no, era otra historia, pero sabía que su epicentro había sido fijado allí en el mismo instante de nacer, creándose un vínculo eterno con aquella tierra, con aquella isla, con ese mar.

Acomodada la barca en el remolque iniciaron, en una especie de desfile triunfal, el retorno hacia el mar. Hubo que dar un gran rodeo, ya que no pudieron desarmar el mástil, y se tuvo que elegir un itinerario que estuviera exento de cables aéreos de luz o teléfono. Más de una vez dieron la vuelta, pero no les perturbó en absoluto; aquello era lo más divertido que habían hecho en muchos años. Por fin llegaron a la playa, a su playa; la única playa del pueblo que se había librado de la quema urbanística, en parte por ser de guijarros y en parte porque nunca quiso vender la casa en la que había nacido y que, mal que bien, todavía se mantenía en pie.

Entre gritos amistosos y órdenes contradictorias, y debidamente falcada con cuñas para que no escorase, la barca quedó de nuevo en el lugar que le correspondía, varada en la cala que la vio nacer, y desde donde, afortunadamente, no se divisaba el puerto deportivo ni los apartamentos de la playa grande. Aquello había sido el inicio de una fiesta a la que se fueron uniendo las mujeres, los hijos y los nietos de sus amigos, y se mezclaron las risas con comida, la música con el vino, el baile con la espuma del mar... Afloraron recuerdos, buenos y malos, lloraron a los que ya no estaban, y celebraron estar vivos. Y se puso el sol, y se acabó el vino, y enmudeció la música, y se fueron todos, y se quedó a solas con su playa, con su barca, con su mar.

Compró las herramientas necesarias para devolverle a la barca todo su esplendor y se aplicó a fondo el resto del verano. Lo primero que hizo, soplete en mano, fue arrancarle hasta el último vestigio de pintura, en una labor purificadora y descontaminante de tactos indeseables. La limpió tan a fondo como las manos de un cirujano. Alimentó la madera ya desnuda y ávida de bálsamos que le devolvieran la juventud perdida, y selló las juntas con pez, restañando sus heridas. Dedicó los días que siguieron, mientras la barca recobraba la flexibilidad y la vida, a reparar la vieja vela latina que había hallado en la cambra, a la sombra de la higuera que devoraba la casa. Por las tardes, cuando ya el cansancio hacia mella en su cuerpo, se sentaba en el porche contemplando el atardecer y comiendo las uvas pequeñas y agrias que todavía daba la vieja parra, descuidada durante años. Se ponía un disco de jazz, siempre el mismo, para recordar aquellos momentos y sensaciones cada vez que lo volviera a escuchar. Y para cenar comía higos y pan. Y bebía vino, vino de la tierra, que le caldeaba el corazón y cicatrizaba las llagas del alma. Y una vez la barca estuvo seca la pintó de un blanco tan puro que, en las horas de sol, cegaba. Y le puso una orla azul, como su mar. Y perfiló de nuevo las letras, y la barca se volvía a llamar como su abuela, como su madre, como su hija... Y parecía una novia, tan blanca, algo azul, algo viejo...

Y con el fin del trabajo concluyó también la terapia que se habla impuesto a si mismo. Ya estaba preparado para volver a ese mundo que había elegido hacía ya una vida, a ese mundo en el que había formado su propia familia. Allí esperaban su mujer, su hija, su nieta todavía no nacida... ¿se llamaría su nieta como la barca?

Y por fin estaba allí, de pie en su playa, las piernas abiertas, los brazos cruzados y el mentón adelantado, triunfal, sus ojos encendidos de sol poniente. El equipaje descansaba a su lado, sobre los guijarros, mientras veía por última vez navegar su barca, proa al mundo, mar adentro. Y el sol poniente ya no estaba, pero sus ojos seguían encendidos con el reflejo de las llamas.


© del texto JAVIER VALLS
BORJA
verano 1998

© de la fotografía lecu_lillas (fuente: flickr), publicado bajo una licencia Creative Commons

domingo, 7 de febrero de 2010

Un bolero


Este bolero está dedicado a mi amiga Elena Álvarez de Castro, capaz de sonreir desde el dolor.


Teresa estaba en horas bajas, ya nada le interesaba; televisión, Internet, lectura, nada. La quimioterapia la dejaba hecha un guiñapo, había perdido casi todo el cabello, se sentía vieja, fea, acabada. Pero hacía una semana que, a las once en punto, cada día, volvía a sonreír: un "admirador secreto" le dedicaba una romántica canción por la radio. Mientras ella sonreía en la cama del hospital con los auriculares puestos, Miguel, a su lado, que ni la veía vieja, ni fea, ni acabada, Miguel, que la amaba con la misma pasión que el primer día, pensaba qué bolero le dedicaría mañana.

© del texto JAVIER VALLS BORJA
enero 2010

© de la fotografía Roadsidepictures (fuente: flickr), publicado bajo una licencia Creative Commons

jueves, 4 de febrero de 2010

Cita




Lo cierto es que el hecho de escribir obedece a una vocación apremiante, que el que tiene la vocación de escritor tiene que escribir; pues sólo así logra quitarse sus dolores de cabeza y su mala digestión.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

© de la ilustración cvstodia (fuente: flickr), publicado bajo una licencia Creative Commons

martes, 2 de febrero de 2010

Amigos_001




Eres un imbécil.

¿Por qué? ¿Por decirte lo que pienso?

No te había pedido tu opinión.
Creí que era mi obligación de amigo...

No, si con ella me hundes en la miseria.
Pero, ¡es que tengo razón!
—Eres un imbécil.



© del texto JAVIER VALLS BORJA

septiembre 2009

© de la fotografía deiby (fuente: flickr), publicado bajo una licencia Creative Commons