viernes, 18 de junio de 2010

La tentación vive abajo (Completo)



Dependiendo de lo que busques en un tío, has de ver qué es lo que tiene más abultado: el paquete, la cartera, el intelecto, el ego... pero si lo que quieres verdaderamente es conocer a un hombre, fíjate en sus zapatos. Su madre siempre decía que la verdadera elegancia masculina se hace patente en los pies, y Purita había asumido esa aseveración como un dogma. No aceptaba jamás salir con alguien que no usara el calzado que ella consideraba adecuado, por supuesto que no, esa era la garantía de que la acompañaba un caballero, y eso es lo que la hacía sentirse una señora.

Y el caso es que señora, señora, lo que se dice una señora, no era. Purita era un poco zorra, ¿qué hay de malo en ello?, aunque le gustaba pensar que fina, como una Preysler de provincias, vamos. Al menos, como aquella, guardaba las apariencias en cuanto a indumentaria y decoro, porque nada, nada, nada, justifica la vulgaridad, ni siquiera el llevar una vida un tanto disipada. Es un poco como aquello de que la mujer del César no solo ha de ser honrada, sino que, además, debe parecerlo. Era normal, pues, que muchos hombres, hastiados de la vulgaridad de sus esposas, prefirieran estar con ella, que además de elegante, era guapa, sexy y complaciente.

Lo cierto es que no era muy inteligente; sin embargo, era lista, eso sí, y sabía escuchar. “Si escuchas con atención lo que te diga un hombre, asientes de vez en cuando aunque no entiendas ni papa, y pones cara de interés, lo tienes en el bote, ¡tan inocentes son ellos, los pobres!, y así, además de lo acordado, siempre te dan una propina o te hacen algún regalito extra”.

Cada vez que entraba en su edificio y, en el vestíbulo o en la escalera, se topaba con algún vecino, solía presentar a su acompañante de turno como un primo o un tío, dependiendo de la edad que tuviera o aparentara, que estaba de paso en la ciudad. Si los vecinos pensaban en lo extenso de su familia, nunca le insinuaron nada al respecto, aunque la verdad es que a ella le hubiera dado igual, por más que a quien no le gustaba encontrar cuando iba acompañada por alguno de sus “parientes”, era al vecino del 3º C, ese señor tan elegante, el del traje siempre impecable y sus maravillosos blucher, relucientes siempre como los zapatos de charol de un colegial endomingado.

Martín Preciado, 3º C, ponía en su buzón, y Purita se imaginaba a sí misma como la Sra. de Preciado, y es que aquel hombre le gustaba de verdad. Vivía justo encima de él, y siempre estaba atenta al más mínimo ruido que pudiera ayudarle a hacerse una idea de cómo era su vecino de abajo. ¡Ah!, y ya tenía pensada la reforma que harían para convertir los dos pisos en un maravilloso dúplex que sería su nido de amor por los siglos de los siglos, amén. Para conseguirlo, procuraba hacerse la encontradiza cada vez que podía, y así había descubierto que él no solía utilizar el ascensor, lástima, porque una de sus mejores fantasías acontecía allí. Conocía las horas a las que salía y entraba, siempre las mismas, lo cual también denotaba que era metódico y lo hacía más elegante a sus ojos. Debía de tener cerca el lugar de trabajo, pues siempre iba caminando, luciendo esos maravillosos zapatos que la tenían como hipnotizada.

Purita se compró el perro -un caniche blanco al que, aunque era macho, llamó Marilyn-, sólo por tener siempre una buena excusa para salir a la calle en cualquier momento. No obstante, cuando se encontraban, él se limitaba a sonreír y a ser cortés, insensible a sus encantos y a los vertiginosos escotes que lucía para esas ocasiones, por mucho frío que hiciera. Llegó a preguntarse si sería gay, y tan pronto como lo hizo, rechazó de plano ese pensamiento. ¿Cómo iba a ser marica su futuro marido? Ya encontraría ella la manera de hacerle sucumbir, estaríamos buenos, tenía recursos de sobra.

Ese día Purita lo estuvo esperando en la ventana, acechando la hora de regreso de Martín Preciado, pero Marilyn tenía la necesidad perentoria de salir con carácter inmediato, y decidió no seguir aguardando la llegada del deseado vecino, no fuera caso que ocurriera un “accidente”, y es que no es lo mismo recoger una caca en el parque que en mitad de la alfombra iraní que, además de valer una pasta, era uno de sus lugares de trabajo, cuando ella misma tenía que hacer el perrito. Bajó, como siempre, por las escaleras, y al llegar al vestíbulo se lo encontró de sopetón. Martín Preciado ni siquiera la vio, de tan ensimismado como iba. Marilyn iba tirando de la correa como si la vida le fuera en ello, y la arrastró fuera del edificio. El pobre animal iba apurado y, no pudiendo esperar más, se lo hizo frente a una tienda de postín. Purita, cívica como la que más, sacó su bolsa de plástico y recogió la deposición.

Aunque el perro ya había hecho lo suyo, continuaron hasta el parque para que el animalito se expansionara un poco, y pasaron frente a un sinfín de papeleras, si bien iba tan absorta en sus pensamientos que no tiró la bolsa en ninguna de ellas. Tras unas cuantas carreras de Marilyn y recibir, sin enterarse, los piropos un tanto groseros que le dirigieron unos jardineros que estaban trabajando allí, tomaron el camino de vuelta. El perro iba ya más tranquilo y ella, tan abstraída continuaba pensando en lo raro que era que Martín Preciado hubiera vuelto más temprano de lo habitual y que ni siquiera la hubiera mirado, él, que era tan correcto, que no fue consciente del cargamento que transportaba hasta que estuvo llegando casa. Al doblar la esquina vio un numeroso grupo de gente frente al portal de su edificio y se preguntó qué ocurriría. En ese preciso instante tomó conciencia de lo que llevaba en la mano y, tras haber paseado la mierda por todo el barrio, la depositó en el contenedor en el que solía tirar la basura cada día. Al bajar la tapa del basurero se le quedó pegado un chicle a una de sus carísimas uñas de porcelana. ¡Vaya ¡Qué asco! Y qué fastidio. A ver como se quitaba ahora el dichoso chicle sin estropearse la uña. Se pasó el asa de la correa de Marilyn por la muñeca, a modo de pulsera, y atravesó el paso de cebra que la separaba de su acera, mientras con la uña del pulgar de la otra mano intentaba despegar la golosina rascando con suavidad. Para cuando llegó al portal ya lo había conseguido, y sosteniéndolo con cuidado exquisito entre el índice y el pulgar, para que no se le volviera a pegar, preguntó al anciano matrimonio del 2º B qué era lo que había ocurrido.

—Una desgracia, señorita Purita, una terrible desgracia— le contestó el marido, un abuelete afable y simpático que nunca apartaba los ojos de su escote, mientras su mujer la miraba con cara de vinagre. —El señor ese que vivía solo, el del 3º C, que parece ser que lo han despedido y lo han encontrado con el gas abierto y la cabeza dentro del horno. Casi saltamos todos por los aires, si no llega a ser por...

Purita ya no pudo seguir escuchando y casi se desmaya, tal fue la conmoción que le causó la noticia. Sintió que la envolvía un vahído, se le nubló la vista y tanteó en el aire, buscando algo donde agarrarse, y el abuelete afable y simpático impidió que cayera redonda al suelo asiéndola por las tetas desde atrás, mientras le restregaba la cebolleta por el trasero. Su mujer, al darse cuenta de la situación, empezó a darle bolsazos mientras le gritaba:

—¡Fresca, más que fresca! ¡Suelte a mi marido, putón, pendonazo!

Marilyn ladraba desaforadamente y Purita, intentando defenderse de la golpiza, se protegió poniendo ambas manos frente a la cara, hasta que, en uno de los viajes, el chicle se quedó pegado al bolso de piel sintética de la buena señora.

Cuando consiguió librarse de aquel par de energúmenos (ahora los bolsazos iban dirigidos al abuelete afable y simpático), se percató de cuál era ahora su situación. Se había librado del chicle, pero ya nunca vería su nombre en la etiqueta del buzón:

Martín Preciado
Purita Williams (aunque ese era su nombre artístico), Sra. de Preciado
3º C y 4º C (El dúplex que ya nunca existiría).

JAVIER VALLS BORJA
agosto 2007

© de la fotografía Meriton Maloku (fuente: flickr), publicado bajo una licencia Creative Commons

11 comentarios:

  1. Javier, me has vuelto hacer sonreir, bueno reirme con ganas, y es muy tarde!! pero qué bien escribes!! me encanta como defines, un "poco zorra" jajaja, yo la hubiese llamado, "putón berbenero", luego lo de la alfombra, madre madre madre, lo que me he reído!!! claro hay que cuidar el lugar de trabajo!!!
    Eres fantástico!!! Siempre consigues que me ría, todavía recuerdo los tiempos del CROAC!!
    Muchas gracias Javier.

    ELen.

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  2. ¡¡¡
    CIE
    LOS
    !!!


    EN

    VER
    TI
    CAL

    ME

    QUE
    DO,

    CUAL


    PLEX.

    GRA
    CIAS

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  3. Qué estupendo leer la versión completa. Me encanta la frase "Si escuchas con atención lo que te diga un hombre, asientes de vez en cuando aunque no entiendas ni papa, y pones cara de interés, lo tienes en el bote". Para desgracia nuestra, suele ser verdad.
    Un saludo y buen fin de semana.

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  4. Magnífico, en trocitos y todo a una. Me encanta tu imaginación y tu buen hacer.
    Besos miles

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  5. Javier siempre me sorprendes, me haces reir con las verdades no dichas pero pensadas por todos, de la vida diaria. Eres excepcional!!
    ELen.

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  6. Gracias por tus palabras, Elenísima. Conseguir la sonrisa de un lector es el mejor pago que puede tener un escritor, y si ya es una risa franca, ni te cuento.

    Beso.

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  7. ¡Ana, que te estás volviendo japonesa! jajajaaaaaa...

    Gracias a ti por pasar por aquí, por leerme y por hacerme sonreír.

    Beso.

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  8. Vázquez, pues no creas que no hay mujeres que actúan así, cuando se disponen a salir a cazar. Ellas saben perfectamente que el ego masculino es muy manipulable, y se aprovechan de ello. Está claro que no todas son así, ¡acabáramos!, y que también hay hombres que utilizan armas de seducción poco ortodoxas (que no quisiera que este comentario sonara machista), pero haberlas, haylas.

    Saludos.

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  9. Gracias, Lola, estás invitada a tomarte lo que quieras, jajajajaaaaa... ;)

    Beso.

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  10. Pues a mí me gusta más de un tirón, pero debo reconocer que queda muy interesante ir desgranándolo poquito a poco con un cierto suspense.

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  11. Es lo que tienen las entregas, Ángel, que hacen interesante hasta un relato insulso.

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