
Es necesario confesar que tú y yo, Troylo, a pesar de nuestra compenetración, en cierto aspecto somos antitéticos. Llamemos al pan, pan y al vino, vino: tú eres analfabeto y yo, escritor. O sea, coincidimos sólo en el disparate: los extremos se tocan. Yo no sé si a ti te avergüenza no saber leer ni escribir (por si te consuela, te advierto que en España sois legión); a mí ser escritor sí me avergüenza un poco. Entre otras cosas porque no sé muy bien lo que sea eso, ni quién es quien decide. En 1964 tuve que renovar, en el distrito de Buenavista (donde fui tan feliz, donde la vida me anegaba a diario —hoy el barrio de Salamanca se me ha puesto difícil—), mi documento de identidad. El caducado, en la casilla correspondiente a profesión, decía aún estudiante. Al rellenar la solicitud de renovación vacilé un momento. Una empleada mayor y amable, que estaba al otro lado de la mesa, comentó: «Anoche vi su comedia Los verdes campos del Edén, Qué preciosidad.» Y puso sin dudarlo escritor. Fue entonces, ruborizado porque me miraban los de alrededor, cuando sentí que mi suerte estaba echada -mi buena o mala suerte-, y yo, reconocido por una mínima oficialidad.
Pero ¿en qué consiste ser escritor? ¿En contar la vida? ¿En apartarse de ella porque los árboles no nos dejan ver el bosque? ¿En meterse hasta los dientes dentro de la vida, dentro de sus batallas, y guerrearlas, y sólo después mostrar las cicatrices? ¿Es una vocación o es un destino? ¿Es una misión generosa o un vicio solitario? ¿O es quizá todo eso a la vez? Lo único seguro, Troylo, es que el escritor se considera obligado a cantar lo que apenas si sabe balbucir. Ser escritor aquí es como ser guarda jurado en Groenlandia, o archiduque en la U.R.S.S. Somos material de coleccionistas. De escasísimos coleccionistas, además. El 60 por 100 de los españoles no compran ningún libro; el 63 por 100 no lee ningún periódico; el 92 por 100 no acude jamás a una biblioteca. Tú no eres escritor, Troylo, y haces muy requetebién.
La última semana una desconocida me telefoneó. Su marido, con más de setenta años, se encontraba hospitalizado por la Seguridad Social. «Somos gente modesta —me decía con la voz temblorosa—, normales. Toda nuestra vida hemos sido normales. Y ahora se le ocurre a mi marido leer un libro y que lo llame a usted, precisamente a usted, para que diga cuál. A estas alturas, ya usted ve. Qué apuro tan grandísimo me da molestarlo para una cosa así.» Que compromiso, ¿verdad, Troylo? Qué dificultad. Elegir un libro, el último y el único que va a leer espontáneamente un ser humano. Qué ganas de aconsejarle que apartara de sí esa tentación in artículo mortis, o que leyese cualquier libro piadoso y edificante, que empujara con dulzura su alma hacia el final...
¿Cómo no va a haber analfabetos si aquí la lectura siempre ha llevado, como eco, una sanción o un riesgo? Si España, desde Felipe II, ha estado ceñida por un cíngulo de castidad intelectual, que la dejó desguarnecida, ignorante y aislada muchos siglos (pero, eso si, cristiana vieja). Las dos columnas en que se apoya, cuando se apoya, lo español son ya una contradicción: el máximo realismo junto al máximo idealismo Sancho Panza acompaña sin cesar al Quijote, y Teresa de Ávila se apea de sus éxtasis para darle una vuelta al arroz de la cena. Nuestras mejores aportaciones a la literatura universal son: por la vía de la materia, la Picaresca; por la vía del espíritu, la Mística. La Picaresca no surge de la atracción de lo macabro, ni de la decisión de impedir que nadie vea color de rosa al mundo. Surge de unas extenuantes experiencias históricas —Conquista, Reconquista, Descubrimiento y vuelta a la Conquista—, de un vano demorarse en las colas de la burocracia, de una ciega esperanza y una prudencia insólita, que diluyen en la masa de la sangre una seguridad: el hombre no puede vivir sólo en la grandeza, no puede vivir de gestos y de gestas. Por el contrario, la Mística surge de ese refinamiento de la nostalgia que es el exilio interior; el exilio del que echa de menos lo que tiene contiguo, lo que es pero no es; el exilio del que, ante la hostilidad circundante, se ensimisma y se endiosa, y elige —para vivir sin vivir en él— las más altas y profundas moradas, y no hambrea más pan que la soledad sonora y la herida de amor que no se cura. (Queda cIaro que aquí el escritor siempre ha nacido de un fracaso: colectivo o individual, pero fracaso. Vaya un tentebonete.)
Pues si esas literaturas, Mística y Picaresca, las hicieron los parados —voluntarios o no— y sobre los parados, ¿por qué no distribuir libros, hoy mismo, en las colas del paro? ¿No hay más que analfabetos, o se teme que eso los volvería más peligrosos? ¿Sigue siendo un peligro leer, saber, informarse, estar presente? Un hombre no informado nunca podrá elegir. Y elegir es la ausencia misma de la libertad y de la vida. ¿Por qué no aprovechar el doloroso tiempo vacío de los parados, como en el siglo XVII? ¿Por qué, para poder vender unos cuantos libros, hay aquí que organizar ferias. por si la connotación jubilosa del término tienta a algún comprador?
Lo peor de este país, Troylo, no es la cantidad de sus analfabetos, sino que los que saben leer no leen apenas, y lo que leen suele ser lo más malo. Hay quien echa la culpa de eso —como de todo— a la televisión. (Un crítico de teatro, por así decir, escribía hace poco, no sé con qué intención, que yo he «acumulado, gracias a otros medios, una tan amplia popularidad que, incIuso, podría ser excesiva». ¿A qué otros medios se refería? ¿He hecho yo en mi vida algo que no sea literatura, o he conseguido algo en beneficio de alguien que no haya sido a través de la literatura?) Qué manía. La televisión no atonta a un pueblo: es el pueblo el que atonta a su televisión. Pasa como en política, como en amor, como en todo. La televisión, como tal, no es enemiga de ningún otro medio. Los países que más televisión tienen también leen más, y tienen más teatro y más cine. Buscar y personalizar las razones de nuestro infortunio lejos de nosotros mismos es otra de las malas costumbres nacionales.
Por ejemplo, ¿quién va a ir a unas bibliotecas que, exigiendo ser atendidas por más de 14.000 bibliotecarios, lo son por doscientos? ¿O quién va a leer los libros de nuestros más jóvenes y preparados intelectuales —digamos veinticinco— si ellos escriben sólo para leerse unos a otros; si no asumen la carne y la sangre de su propio pueblo; si su reacción frente a la soledad es subrayar su elitismo, hacerse ininteligibles, llenar de esoterismos y complicidades para iniciados sus escritos? Desde luego, tú, Troylo, no. Alfabetizar para eso, no. Escribir aquí no sé si es llorar, como pensaba Larra. Leer, sí que lo es. Y aprender a leer, para la mayoría, es ya llorar a mares.
"Aprender a leer", de "Charlas con Troylo"