¡Ay, Señor! Todavía me tiemblan las piernas cada vez que me acuerdo, y es que no es para menos: era el hombre más guapo que he visto nunca; me llevaba de cabeza, el condenado, aunque él no hacía nada, la verdad, pero yo, tonta de mí —me lo digo siempre: nena, tú eres tonta—, no podía dejar de pensar en sus ojos, esos ojos que me traspasaban mientras preguntaba:
—¿Cuarto y mitad?.
Era el carnicero del barrio, y cuando estaba fileteando la carne con la cabeza inclinada sobre el tajo y levantaba la vista, solamente la vista, tenía esa mirada que me derretía, intensa, como la del cartel de “La naranja mecánica”, no sé si os acordaréis.
Por aquella época la dieta familiar anduvo bastante desequilibrada debido al consumo masivo de productos cárnicos, y es que yo iba todos los días a la carnicería, no podía evitarlo. Siempre esperaba a que se hicieran las once, que era cuando más gente había comprando, para poder estar más tiempo allí, mirándole con arrobo. Estaba como hipnotizada y cuando alguna parroquiana me daba conversación, yo solo asentía con la cabeza, sin atender a lo que me decía y sin apartar la vista de él:
—¿Usted a las albóndigas qué les pone, miga de pan o pan rallado?
—¿Hum? Eh... sí, sí...
Y cuando me llegaba la vez y me decía:
—¿Qué te pongo?.
¡Y cómo me ponía! Yo le contestaba, casi en un susurro:
—Rabo...
Y después me humedecía los labios con la punta de la lengua. Él sonreía, pero era una sonrisa profesional, sin más. Me enseñaba la carne —no la que yo quería ver— para ver si estaba a mi gusto y yo, sin mirarla, levantaba la barbilla y dejaba caer los párpados en una pose de femme fatale y le contestaba con un “ssssí”, que más bien parecía un suspiro.
—¿Algo más?
—Salchichas.
—¿Cuántas?
—Una.
—¿Una?
Y yo, despertando de mi ensueño, respondía torpemente:
—Una docena, quiero decir.
Él jamás dió muestras de captar mis insinuaciones, pero yo no cejaba en el intento. Había veces en que me vestía, me pintaba y me perfumaba como para ir a una boda, y ni con esas.
—Está usted muy guapa, hoy— decía una viejecita junto a mí.
—Lo siento, no fumo— le respondía yo, absorta como estaba en todos i cada uno de los movimientos del carnicero.
Él se limitaba a ser amable y simpático, pero nada más. Ya empezaba a dudar yo de mi sex-appeal, si no fuera porque, para desfogarme, “buscaba” bastante menudo a mi marido y él, invariablemente, “respondía”. Hasta le compré un guante de carnicero para "jugar" a las tiendas. Él estaba encantado, no hay que decirlo.
Si se hubiese dado el caso —que no se dio, ¡maldita sea!—, no sé si al final hubiese sido infiel—¡sí, sí, sí, por favor!—, porque yo mucha lujuria, mucha lujuria, pero después soy tonta; me lo digo siempre: nena, tú eres tonta. Hasta que llegó el día en que se truncaron mis anhelos —por si su absoluta indiferencia no era suficiente— y se despejaron mis dudas al mismo tiempo. La noticia que me produjo un trauma y un alivio simultáneos, fue la siguiente: al carnicero lo había pasado a cuchillo una de sus clientes porque lo había pillado in fraganti con su marido, en su propia cama y con su mejor camisón. No hay que decir que el camisón quedó hecho unos zorros, y el carnicero, tan varonil antes, ahora debe tener voz de vicetiple, porque se dice por ahí que de un tajo certero se quedó sin criadillas y que si no la paran le saca hasta la asadura.
En todo caso, mi gozo en un pozo, pues ya sé que jamás me daré el filete con él, pero en compensación los índices de colesterol de mi familia han recuperado sus niveles normales porque ahora comemos mucho más pescado, y es que el nuevo pescadero está...
©texto JAVIER VALLS BORJA
septiembre 1996, revisado julio 2011