martes, 11 de octubre de 2011

Un cadáver en el armario




Era un orador brillante, siempre lo fue, desde su salida al mundo e inmediata ascensión meteórica al cielo de los elegidos. Respetado por colegas y enemigos —y envidiado por los mismos—, continuamente se le requería en los medios para elevar el caché de los contenidos con sus opiniones, con su mera presencia. Considerado desde hacía muchos años como uno de los hombres del momento, se había hecho un sitio en la historia reciente del país, le habían dedicado una calle en su pueblo, su nombre había sonado varias veces para el Príncipe de Asturias y cada vez se le señalaba más como futurible Nobel; cierto es que había dos facciones: la que le relacionaba con el de literatura y, por contra, el que le otorgaba sin lugar a dudas el de la paz, ambas con razones bien fundadas. Cada libro que publicaba se vendía por millares, era leído por millones, estaba en boca de todos. Era un triunfador, un triunfador surgido de la nada, que había logrado reunir un apreciable patrimonio que le permitiría vivir con holgura el resto de su vida. Lo apreciaba tanto la clase intelectual como la gente sencilla que no había leído sus libros pero que lo conocía de sus numerosas apariciones en televisión. En definitiva, se le podía calificar de estrella de su tiempo.

—De no haber sido por don Ezequiel, nada de esto hubiera sido posible—, pensaba a menudo.

Don Ezequiel había sido el párroco de la iglesia mayor del pueblo —la única—, desde tiempos inmemoriales. Todos los acontecimientos señalados de su familia, y de todas las familias del pueblo —bodas, bautizos, comuniones, entierros, confirmaciones, misas de ánimas...— habían pasado por su altar, por su pila bautismal, por su púlpito. Don Ezequiel, que usaba su hisopo y su incensario como armas de condenación eterna contra quien no se plegara a su dogma, a su fe, a su voluntad, y cuyas homilías eran famosas en toda la comarca por la dureza de los castigos divinos que profetizaban para todos los que se apartaran del camino verdadero.

En efecto, de no haber sido por don Ezequiel, nada de lo que fue hubiera sido posible: él lo tomó de monaguillo a los seis años, él fue quien dijo a unos padres insolventes que "el niño tiene que estudiar", él fue quien le consiguió becas tirando de los hilos que manejaba en la diócesis y el seminario.

Así, gracias a don Ezequiel, se convirtió en lo que es hoy en día, un superstar de las letras patrias y las tertulias radiofónicas, tras abandonar el camino del sacerdocio —decisión que mortificó al párroco hasta el último día de su vida, pero a él le gustaban demasiado las mujeres como para estar seguro de poder respetar el voto de castidad—.

¡Ah, las mujeres! Lo malo es que nunca había podido funcionar muy bien, ni siquiera medianamente bien, con ellas —pensaba, mientras recordaba con asco la sensación de angustia, el vómito atorado en la garganta, que sentía cada vez que don Ezequiel le tomaba la mano y la metía entre los pliegues de su sotana.


©texto e ilustración JAVIER VALLS BORJA
octubre 2011

2 comentarios:

  1. Por lo tanto cada éxito que tenía, sería un vómito contínuo.

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  2. Continuo, como el de cualquier niño que haya sufrido abusos o vejaciones y esté marcado por ello. Sabemos que los pequeños, indefensos ellos en todos los sentidos, pueden llegar a ser víctimas incluso de sus propios padres, pero ¿qué está pasando en la Iglesia Católica que se ha convertido en un colectivo potencialmente peligroso para muchos niños, sobre todo varones? ¡Joder, que eliminen la obligatoriedad del celibato sacerdotal de una puta vez y puedan dar rienda suelta a sus instintos animales de manera normal, con adultos, con consentimiento!

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