
No es para mí el libro como objeto físico un tesoro para ser encerrado en una urna. Tengo que manosearlo, llenarlo de mis células, que se estropee, levemente, aunque alguno he lanzado como torpedo, y, con los medios domésticos que a mi alcance queden, arreglarlo de vez en cuando si, por endeble edición o accidente, llega a correr riesgo su entramado físico, riesgo con posibles consecuencias irreparables. Todo este proceso de “intercambio” físico entre el libro y yo, termina, a lo largo de una vida, por configurar una especie de ex libris genuino. Casi podría reconocer, caso de que se me hubiera perdido alguno entre los antaño prestados (ya no suelo hacerlo, porque, efectivamente, alguno perdí en manos ajenas) con tan sólo un vistazo desde lejos.