Los visillos, curiosos, se entreabren al paso del cortejo fúnebre, ojos secos tras cristales que derraman, sin dolor, lágrimas de lluvia.
Una vieja piadosa se santigua de forma mecánica, conjuro infalible contra la condenación eterna, rogando al cielo que le dé salud, y su marido, el único anciano del pueblo que no ha ido al funeral por enemistad con el finado, se descubre, pese a ello, con respeto atávico, inculcado, impuesto a sangre y fuego, mientras piensa que tampoco a él le queda mucho tiempo, pero todavía está aquí, disfrutando de su falta de vida.
Los niños que chapotean en los charcos con sus botas de agua de colores dejan de jugar, la merienda en una mano y el paraguas de varillas torcidas en la otra. Miran con ojos muy abiertos, uno de ellos susurra: un muerto, y el corazón se les acelera por el miedo. Echan a correr en dirección contraria todo lo rápido que les permiten las katiuskas, los impermeables, los paraguas, alejándose de la muerte, ellos son el futuro.
El coche avanza lentamente bajo el chaparrón. Tras él, la comitiva camina apretada, intentando protegerse así del aguacero, del frío, de la muerte, haciendo piña los unos con los otros para sentirse vivos. El acompañamiento es una masa silenciosa, monocroma; la tormenta tiñe todo de gris, uniformando los colores, aniquilándolos, y el sonido del agua contra los tejados, contra las banderolas olvidadas de las últimas fiestas, acalla los murmullos de la gente, los que cuentan las glorias del difunto y los que cuentan sus miserias, y silencia sus pasos. En mitad de la multitud, un paraguas rojo da vueltas sin cesar.
La tempestad arrecia y arremete contra el duelo que, poco a poco, se va desintegrando. Unos se refugian en un portal, otros se meten en un bar que les ha venido al paso, en una mercería, en un bazar chino donde curiosearán hasta que pase el temporal. Los más se van yendo hacia sus casas, incluso los que tenían voluntad de acompañar el féretro hasta el final.
Aún queda un trecho hasta el cementerio y el conductor del coche fúnebre, viendo que no les sigue nadie, acelera; tiene ganas de acabar el trabajo e irse a su casa, a su vida, lejos de la muerte, que es su vida. Las flores de las coronas están ajadas, como verduras pochas, y algunas se desprenden por el peso del agua que las empapa.
A lo lejos se oyen tracas y alegres toques de claxon. Hay una boda en la iglesia donde acaba de celebrarse el funeral, y la gente que se ha ido desprendiendo del cortejo fúnebre comenta la mala suerte de la pareja que se casa en un día tan aciago y deslucido. Ya casi nadie se acuerda del muerto, y mientras se preguntan quiénes serán los que se casan, se repite una y otra vez la frase novia lluviosa, novia dichosa.
Sigue lloviendo, sigue la vida… Los visillos se entreabren al paso del cortejo nupcial, tras los cristales que derraman lágrimas de lluvia. En mitad de la multitud, un paraguas rojo da vueltas sin cesar.
©texto JAVIER VALLS BORJA
junio 2009, revisado septiembre 2011
©fotografía taytom (fuente flickr), publicada bajo una licencia Creative Commons