miércoles, 25 de septiembre de 2013

Pienso, luego...

—¿En qué estás pensando?
—En que no soy feliz.
—¡Ah!, ya...
—¿Y tú?
—Yo, tampoco.
—Digo que en qué piensas.
—En que tampoco soy feliz.
—¡Ah!, ya...

© JAVIER VALLS BORJA

martes, 24 de septiembre de 2013

Judith y Holofernes



¡Salimos en una novela!

Judith y Holofernes es, además de un nuevo ejercicio literario del ya prolífico Ángel Utrillas Novella, espacio de lucimiento para Cumbres Blogrrascosas, en plan vedette. Así pues, justa es la reciprocidad, y como se nota demasiado que somos amigos, y para que esta entrada no quede excesivamente endogámica, solo voy a añadir que podéis comprarla en amazon por muy, pero que muy poquito dinero. Sí, en amazon, una novela por lo que cuesta un café.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Imagínate

—Imagínate un proyecto literario colectivo, hecho de fragmentos.
—Vale.
—Imagínate que está muy bien concebido y muy bien dirigido.
—Vale.
—Imagínate que es muy bueno, pese a los fragmentos de uno de los autores.
—Vale.
—Imagínate que entre todos los demás lo arropan con sus propios fragmentos y pasa más o menos desapercibida su mediocridad.
—Vale.
—Imagínate que debido al éxito del proyecto, quien más se envanece es el mediocre, el de los fragmentos infumables.
—Vale.
—Imagínate que ese mediocre es quien más fans acumula, porque insiste a sus amigos y conocidos para que lo sigan ciegamente.
—Vale.
—Imagínate que crea mal ambiente en el grupo, haciendo ver que le están perjudicando.
—Vale.
—Imagínate que algún autor no está dispuesto a pasar por su rodillo.
—Vale.
—Imagínate que el mediocre se va quedando solo.
—Vale.
—Imagínate que con los autores que se van, se va la calidad de sus fragmentos.
—Vale.
—Imagínate que al final, el mediocre se va quedando solo.
—Vale.
—Imagínate que alguien que cree ciegamente en el proyecto se atreve a levantar la voz, llama mediocre al mediocre y provoca un auténtico maremoto.
—Vale.
—Imagínate que sus fans atacan a quien defiende que el proyecto estaría mejor sin el mediocre.
—Vale.
—Imagínate que al final el proyecto se va al garete.
—Vale.
—Imagínate que en lugar de lamentar el hecho de que el proyecto haya acabado, los fans del mediocre se dedican a repartir leña a quien opinó distinto a ellos.
—Vale. ¿Cómo dices que se llama ese proyecto?
—Imagínate.

© JAVIER VALLS BORJA

El subsidio

—¿Estudias o trabajas?
—¿Estás intentando ligar conmigo?
—Solo es para el formulario del subsidio...
—¡Qué tontería! Si trabajara no estaría pidiéndote el subsidio, ¿no?
—Vale, estaba intentando ligar.
—Pues aquí tienes mi teléfono, no sé para qué tanto circunloquio. Si salimos a cenar elijo yo el restaurante, pagas tú, y deberías saber que nunca follo en la primera cita. Antes de volver a quedar me gusta que me envíen flores o bombones (si son de supermercado ni te molestes en volver a llamar). También me habrás de enviar varios SMS en los que digas que me deseas como nunca has deseado a nadie. Para la segunda cita te hago creer que eliges tú el restaurante, pero yo te digo que ese no me gusta y escojo uno más caro. Después de cenar y de tomar algunas copas nos vamos a mi casa y tenemos sexo oral. Ni en sueños te quedas a dormir, aunque no está de más que al día siguiente me envíes un regalo caro (no ropa, no perfumes, no bolsos: por eliminación, solo quedan las joyerías). También quiero que me escribas una carta guarra pero elegante, tú verás cómo lo haces. La tercera no puede ser ni en tu casa ni en la mía; elijo yo el hotel, nunca de menos de cinco estrellas ni más cerca de 500 kilómetros. Esa noche me poseerás y te volveré loco de placer, pero me quedaré embarazada porque habré calculado el momento idóneo para ello, y te habrás de hacer cargo de lo que venga o casarte conmigo, en régimen de gananciales y sin contrato prematrimonial, aunque estoy pensando que con tu sueldo de funcionario... ¡Ah! Y nunca pasaré las navidades con tu familia.
—¿Me da su número de la Seguridad Social?

© JAVIER VALLS BORJA

jueves, 6 de junio de 2013

El arte de morir

El día había sido magnífico, luminoso, con un algo en el aire que hacía presagiar el triunfo. Yo me sentía seguro, ¿cómo no iba a hacerlo, si sabía que había llegado mi momento de gloria?

El cénit, la cumbre,  la inmortalidad... En mi mente no cabían mejores ni más grandes calificativos para mi próxima obra, la maestra, la definitiva, aquella por la que se me iba a recordar... Lo más, como decía el imbécil de mi marchante.

Atardecía cuando rasgué las telas, rompí los pinceles, los caballetes... 

Los pateé.  Arrastré muebles, derribé puertas a patadas, destrocé cristales.

Un aroma a jazmín impregnaba el aire, no en balde estrenábamos verano, y se mezclaba con el olor acre del aceite de linaza, del azul de Prusia, el rojo bermellón, el amarillo cadmio, el blanco de zinc... 

Con la noche ya cerrada amontoné todo en una pira que rocié generosamente con esencia de trementina de la mejor calidad, le prendí fuego y, finalmente, me inmolé lanzándome a la hoguera. Era la víspera de san Juan.

Con la llegada del nuevo día, todos los diarios hablaban, por fin, de mí.

©JAVIER VALLS BORJA
mayo 2013

Este texto fue escrito para el concurso de mayo de "El ballet de las palabras", habiendo quedado en tercer lugar.

martes, 14 de mayo de 2013

Me bajo en la próxima (Conchita [y] III)

La más hermosa sepultura del cementerio era —aún lo es— la de mi padre; soberbia lápida de granito negro, letras de oro, y una magnífica escultura representando a san Miguel matando al demonio, elemento este bastante absurdo, porque él se llamaba Antonio. Supongo que mamá la elegiría por ser la más cara y aparente, o tal vez en su fuero interno identificara a quien tan desgraciada la había hecho con el Maligno postrado y lanceado. En el centro de la losa sólo está su nombre, sin leyenda ni fechas, lo cual no es extraño porque, hablando con propiedad, la tal sepultura no es más que un cenotafio, puesto que mi padre no está enterrado allí. Sí, es surrealista, de locos, pero hay quien paga bulas para asegurarse una parcelita en el cielo, y mi madre se compró su viudez, con el fin de rehabilitarse socialmente, sin importarle que su marido aún viviera.

Mamá siempre dijo que era viuda, porque eso viste más que un abandono; lo decía incluso a la gente del pueblo que conocía todo su pasado, puesto que nunca soportó que pudieran verla como a una mujer a la que habían dejado tirada, que es lo que era en realidad. Hasta llegó a ponerse de luto riguroso durante más de un año, y de eso sí que me acuerdo, porque siempre llevaba las medias negras con carreras por fregar arrodillada los suelos de la iglesia. Parece ser que al principio —yo no me acuerdo de ello porque era muy pequeña— le llegaban a dar el pésame los que ignoraban lo ocurrido. Y si para mi madre, claramente, su marido ya no era más que un mal recuerdo, muerto y enterrado, también yo les decía a mis amigas y compañeras, cuando crecí y tuve conciencia de lo ocurrido, que mi padre había fallecido —y entonces lo deseaba fervientemente—, aunque muchas de ellas, si no todas, se sabían la historia a la perfección porque fue una de las comidillas del pueblo durante años.

Ni un solo viernes mientras vivió, dejó mi madre de ir a poner flores frescas en la tumba, lo cual le hizo ganarse una cierta y merecida fama de loca inofensiva, de esas a las que la gente suele dirigirse de modo excesivamente paternalista y que ella confundía con muestras de cariño. Fue su modo de intentar ser feliz, tras la debacle sufrida por su vida.

Puede que los unos se rían de los otros, y el caso es que nadie puede sacar pecho, ya que todos tenemos algún cadáver en nuestros respectivos armarios; unos hieden más que otros, pero la vida en sociedad nos obliga a mantener la compostura aunque el tufo sea insoportable.

Y ese hedor se me está agarrando al alma. Últimamente parece que todo a mi alrededor se alíe para hacerme revivir un pasado no vivido, del que, a pesar de todo, conservo recuerdos porque han sido muchas las conversaciones de brasero y mesa camilla que me los han ido inculcando. Y yo, que ando un tanto cansada de la sempiterna guerra civil en la literatura y en el cine, que parece que en este país no haya otro tema sobre el que escribir o hacer películas, me veo inmersa en ella como si fuera un testigo aturdido, dueño de lagunas y certezas.

Pues a las cavilaciones que me asaltan cada vez con más frecuencia sobre el pasado del pueblo y de mi propia familia, se une la cena con Pompilio. Sí, he dicho cena con Pompilio; al final ocurrió lo que tenía que ocurrir, que es lo de siempre: chico conoce chica, a chica le tiemblan las choquezuelas, chico la invita a cenar y chica acepta con la condición de pagar a escote, de lo que se deduce que la chica es tonta; bueno, no del todo…

Resulta que vino a por sus “Manitou”, como hacía a diario desde que cambió de táctica, porque al principio se compraba los paquetes de dos en dos o de tres en tres, pero llegó un momento en que sólo me pedía uno cada vez. Estoy segura de que eso lo hacía para venir todos los días, porque una no es tonta y hay cosas que se saben, y ya está. Que yo le gustaba lo dejó claro desde la primera vez que nos vimos, y he de confesar que también él me gustó a mí, con su buena planta y ese gracejo que tienen los argentinos, pero si lo espanté fue porque nunca digo sí a la primera, a no ser que sea yo quien tome la iniciativa, más que nada para desengañar a los que creen que porque una está sola, está disponible. Siempre digo que soy una pésima psicóloga, pero supongo que no quiero convertir en patrón familiar la actitud que estableció mi madre a las primeras de cambio al caer rendida ante los encantos del sinvergüenza de mi padre, que la verdad es que los tenía. Guardo con cierto orgullo, no confesable porque aquello acabó como el rosario de la aurora, una foto suya que encontré en el cajón de la ropa interior de mi madre cuando aún era muy pequeña. No sé si la echó en falta alguna vez, pero nunca dijo nada. La verdad es que era —o es, vete a saber si aún vive— un hombre guapo, morenazo a lo Alain Delon, pero con los ojos negros, y si la guardo es porque que soy su vivo retrato; algo bueno tenía que dejarme, no sólo humillación.

Estuvimos charlando y tomando café —últimamente, los cafés con Pompilio menudeaban—, y la idea de salir a cenar juntos al día siguiente surgió de modo natural, no hubo nada forzado ni incómodo. Por la mañana limpié la casa, puse sábanas limpias —las buenas— y flores frescas en los jarrones. Después, abrí el estanco y telefoneé para reservar una mesa.

Cenamos en “La Misericordia”, una antigua ermita desacralizada situada junto al río Mena, entre olmos, sauces y álamos negros, que han convertido en un restaurante de exquisita cocina y, lo más importante, a un precio razonable. Era un miércoles y sólo había otras dos parejas, así que nos dieron a elegir el sitio y nos sentamos junto a un ventanuco por el que se dejaba ver y oír el río. Nos sirvieron un vino de Málaga para ir abriendo boca, mientras estudiábamos la carta, que no era extensa, pero sí muy sugerente.

En la mesa había una vela encendida y flores blancas sobre un inmaculado y níveo mantel, y todo el local estaba profusamente decorado con imágenes religiosas y espejos de marcos recargados. En el ambiente se mezclaban los aromas que salían de la cocina con el olor a verano, que entraba a raudales por las ventanas abiertas; llenaban el aire, muy sutilmente, unos madrigales de Monteverdi, lo que me dio ocasión de bromear con Pompilio sobre su apellido. Fue entonces cuando me preguntó él por el mío.

—Te vas a reír; es Klein…

—¡Conchita Klein! Parecés argentina, por esa mezcla de nombre y apellido —se sorprendió Pompilio.—. ¿Tu papá es alemán?

—Andaluz —le dije, y tras una estudiada pausa dramática, observando su reacción de extrañeza, añadí— pero sus antepasados fueron emigrantes alemanes.

—Pero, ¡cómo! ¿Emigrantes alemanes en España? Siempre creí que sería al revés.

—Y así es en la actualidad, pero en el siglo XVIII a Carlos III no se le ocurrió otra cosa que repoblar Andalucía con alemanes; ya sabes, cuando el diablo se aburre, mata moscas con el rabo. Claro, como Felipe III había expulsado a los moriscos, pues faltaba mano de obra, y es que los reyes que ha tenido este país son como los juanetes: feos, retorcidos y dolorosos.

—Y la familia de tu viejo fue una de las que vinieron de Alemania…

—Así es.

—Es interesante esto que me contás —parecía sinceramente interesado—; tu papá tendrá muchas historias fascinantes de sus abuelos y bisabuelos —comentó Madrigal, como animándome a relatar tales supuestas historias.

—Tal vez las tenga, pero a mí no me las contó nunca, y si sé esto que te acabo de decir es porque, dado mi apellido y sabiendo que mi padre era de un pueblo de Sierra Morena, como los bandoleros —reconozco que esto lo dije con intención—, me picó la curiosidad y lo indagué.

—¿Y eso? ¿Cómo que no te contó nada? —preguntó, cada vez más extrañado.

Le referí a Pompilio la historia de mi familia, sin ahorrar detalles pero intentando no juzgar ni a mi padre ni a mi madre, lo cual no quiere decir que no lo haga en mi fuero interno, ya que soy la principal damnificada por ese matrimonio y las dos nefastas personalidades que lo formaban. Madrigal, no obstante, supo leer entre líneas, pero no me compadeció; en lugar de eso, me dijo:

—Por mucho menos de eso, hay gente que no se la banca, que arruina su vida; vos pudiste haberte quedado en el lugar de víctima y no lo hiciste. Me gustan las mujeres fuertes, brindo por vos.

Chocó su copa con la mía. Después la llevó a sus labios, sin apartar su mirada de mis ojos. También yo la mantuve fija en él, pero ello no derivó en un duelo, sino en un sumergirse en el interior del otro. Definitivamente, aquel hombre me gustaba. Se quedó pensativo un momento, sonrió con la vista perdida en algún punto inasequible para mí, y cuando habló fue para recitarme los últimos versos de la “Defensa de la alegría”, de Benedetti:

“defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar
y también de la alegría.”

Cuando acabó, me dijo que ese poema formaba parte del nuevo espectáculo que estaba componiendo. Sus ojos estaban brillantes por la pasión que le embarga al recitar, y después adquirieron un brillo distinto, más carnal, pero en ese momento vinieron a tomarnos el pedido.

Una vez tomada la comanda, Floreal, propietario y chef, nos ofreció la carta de vinos. Pompilio le preguntó:

—El vino de la casa, ¿es de la zona?

—De la tierra, cómo no, y negro como el mal —respondió.

—¿Y se deja tomar?

—Es ambrosía, pero lo servimos en frascas frías, para evitar incendios —dijo con una sonrisa que convencía.

—Traigaló entonces, amigo —le pidió Pompilio, devolviéndole la carta que no había llegado a abrir.

—Gracias, Floreal —dije, a mi vez, sonriéndole, mientras él se alejaba hacia la cocina que antaño fue sacristía.

—¿Floreal? —inquirió, intrigado, mi acompañante.

—Sí, es bonito, ¿verdad? Es uno de los meses del calendario republicano francés, aunque te supongo ducho en estos asuntos —le respondí, haciéndole un guiño—. Este chico es hijo y nieto de republicanos, todos ellos de nombre Floreal, si bien están inscritos en el registro civil como Miguel, ya sabes que a Franco no le gustaba que nadie meara fuera de tiesto.

—Que cosa las vueltas de la vida, ¿no? un republicano poniendo un restaurante en una iglesia —comentó él. —Está más acorde con sus ideas, claro, pero es curioso.

—Sí, no deja de ser llamativo, pero ni todos los republicanos son ateos, ni todos queman iglesias.

Aquel era un tema ya muy trillado en el que no quisimos entrar, pues aunque el asunto de los desmanes cometidos por ambos bandos durante la guerra civil puede ser una conversación estimulante como pocas, hablar de ello no era de ningún modo lo que nos habíamos propuesto al ir a cenar allí aquella noche. Después, paseando la mirada por el recinto, y para cambiar de tema, añadí:

— Además, verás que aquí las imágenes religiosas son mero atrezo, como si fueran Barbies vestidas de época.

Pompilio quedó de nuevo pensativo, esta vez sin sonreír.

—¿Conocés al padre y al abuelo de este chico? Me interesaría hablar con ellos.

—Sí, claro que los conozco, son de aquí de toda la vida. Con este tengo más relación porque le sirvo el tabaco que vende en el restaurante, y a su abuelo lo veo a veces sentado en el moral —Pompilio asintió. —Si quieres, cuando nos traiga la cena te lo presento; estoy segura de que no tendrá inconveniente en ponerte en contacto con ellos. O bien, cuando vengas al estanco, si el abuelo está en la plaza, te acercas para hablar con él. Te puedo acompañar, pero vaya, todo el mundo sabe quién es Floreal, no tiene pérdida.

Así lo hicimos; cuando nos trajo el primer plato los presenté y Floreal estuvo encantado de poder ayudar a Pompilio. Después el argentino me contó la historia, de la que yo conocía retazos, de su abuelo, Fernán Madrigal, el Fotógrafo, que tuvo que salir a toda prisa de Fragmentaria, primero, y del país después, a través de Francia, huyendo de las huestes asesinas del régimen.

—Recuerdo que el abuelo aborrecía la palabra “depuración” —dijo, como para sí mismo.

Parece ser que alguien le dio el aviso y pudo escapar a tiempo, aunque ya temía algo así debido a la actitud chulesca y beligerante de uno de los caciques del pueblo con él. Pompilio me confesó que había venido al pueblo para reverdecer las raíces familiares e intentar comprender la nostalgia de su abuelo, pero una vez aquí le asaltó la inquietud por saber, y el buscar respuestas se había convertido en una de sus prioridades, pese a aparentar ser un bon vivant al que todo le resbalara por encima sin dejarle rastro.

—No vas desencaminado, se sabe en el pueblo que ese hombre del que tu abuelo salió huyendo fue responsable de muchos paseíllos nocturnos y de muchas delaciones, tuvieran o no fundamento. A sus descendientes se les ha tolerado más o menos, porque no han sido beligerantes ni se han hecho notar demasiado, pero a él aún se le guarda mucho rencor. Siento no poder ayudarte más o mejor, pero ni mi madre ni mi abuela viven —le dije. Cuando vayas al moral, no sólo te podrá ayudar Floreal, sino todos los viejos que allí encuentres, ellos son la memoria viva de ese tiempo.

Llegados a este punto vi que el brillo había desaparecido definitivamente de sus ojos y la sonrisa, de sus labios, y supe que lo que prometía la noche se había convertido en agua de borrajas. Fernán Madrigal, el Fotógrafo, se había instalado entre nosotros.

Tras esa velada, en cierto modo fallida pero aclaratoria en muchos sentidos, empecé a plantearme la vida desde un punto de vista diametralmente opuesto al que hasta ese momento me había servido como guía, y me pregunté aquello de “¿Conchita, qué quieres ser de mayor?”. Para responder a esa cuestión, antes debía hacer inventario de lo que era yo, de quién era: una mujer todavía joven, aunque camino de la madurez, con un pasado más divertido que su presente, con recuerdos de una niñez muy difíciles de olvidar por muchos esfuerzos que hiciera para conseguirlo, y sola, completamente sola.

La cena con Pompilio me abrió los ojos; ¿qué buscaba en él? ¿Darme un revolcón porque me había entrado por el ojito derecho? ¿Y después? ¿Qué es lo que quería hacer con el resto de mi existencia? Ya pasaron muchos hombres por mi cama, más que por mi vida. De algunos recuerdo su risa; de otros, solo la piel; de los demás, nada. Tal vez de Pompilio me quedara algo más, pero es un espíritu libre al que no se le pueden pedir ataduras, es más, no se le deben pedir, pues dejaría de ser él. Pompilio es un ser que se guía por instinto, que vive la vida con todas sus consecuencias, y es el único hombre que he conocido dueño de su futuro. Él se irá, eso lo sé, y ni yo ni nadie podrá colgarle lastre para que no levante el vuelo. Y yo volveré a quedarme sola, yéndome de vez en cuando a la ciudad para echar un polvo, y sacaré mis mejores plantas a la calle el día de la procesión del santo patrón, que una será atea pero es muy tradicional, y me haré vieja tomando café con Teresa.

No, no era eso lo que quería.

No llegué a colgar el cartel de “Se traspasa”, porque los estancos están muy buscados y funcionan solos.

Me fui de Fragmentaria como mi padre, casi con lo puesto.

© JAVIER VALLS BORJA

Este texto forma parte de la novela digital Fragmentaria, coescrita por varios autores

domingo, 5 de mayo de 2013

Día de la Madre

—Felicidades, mamá.
—Soy tu padre, idiota.
—Lo siento.
—Yo también, créeme.

© JAVIER VALLS BORJA

martes, 30 de abril de 2013

Te vigilaré desde el infierno

Sus manos se cerraron alrededor de la garganta del yacente, a quien creyó dormido, pero que hacía varias horas que era cadáver; así lo confirmaban la palidez y la frialdad de su piel. Apartó las manos bruscamente, con una mezcla de sorpresa y repugnancia por tocar un fiambre, aunque un momento antes no hubiera tenido reparos en matarlo él mismo.

Al lado del muerto, en la almohada, había un tubo de pastillas vacío y un papel doblado, con su nombre escrito en rojo, bien visible. Leyó la nota y, sin pensarlo dos veces, sacó la pistola, se dio la vuelta y le descerrajó dos tiros a su acompañante, que no tuvo tiempo ni de darse cuenta de lo que ocurría.

Sin temblarle el pulso ni lo más mínimo, releyó la misiva:

"El hombre que tienes detrás te está apuntando con una pistola; yo le he pagado para que te mate, pero mi hija está enamorada de ti. Como, por suerte, no viviré para verla contigo, he decidido darte una oportunidad. Cuídala, te vigilaré desde el infierno".

© JAVIER VALLS BORJA

domingo, 28 de abril de 2013

Red Delicious

¿Cómo iba yo a saber que aquello iba a acabar así? Cuando nos conocimos, nada hacía presagiar este final.

Estaba sentada en un banco del parque, comiéndome un bocadillo vegetal; era de ensalada con mahonesa de mostaza, aunque esto no tiene la más mínima importancia, pero lo recuerdo porque cayó una gota de salsa en mi camiseta rosa, mi preferida, y tardé semanas en poder quitar la mancha.

La gente corría en pantalón demasiado corto, paseaba a su perro, o leía el periódico equivocado. Se me acercó un bóxer atigrado, bien cuidado aunque con sobrepeso, y se sentó muy formal frente a mí, sin dejar de mirar el bocadillo, mientras se relamía y salivaba como los perros de Pavlov. No creí que fuera a gustarle, ya que contenía más lechuga que otra cosa, pero se lo dí; total, ya no tenía más hambre. Lo engulló de un solo bocado, sin apenas masticar, y permaneció allí, quieto, como esperando a que me sacara otro de la manga.

—No tengo más —le dije, enseñándole las palmas de las manos. Él se tendió en el suelo, suspirando ruidosamente y con gesto de resignación.

Froté contra mi manga la manzana que llevaba para postre hasta hacerla brillar; era una Red Delicious, como la de Blancanieves, pero eso tampoco tiene importancia si tenemos en cuenta el hecho de que no la mordí. Precisamente le iba a dar un mordisco cuando el dueño del perro se sentó en el banco que había frente al mío y que, cosa curiosa, estaba pintado de otro color, sin quitar ojo a la manzana. He de decir que él no padecía de sobrepeso.

—¿Me das un bocado? —me preguntó, con una sonrisa deslumbrante.

Todo parecía conjugarse para que aquello acabara bien pero, al final, nos casamos. Está visto que las manzanas no causan más que desastres a la humanidad.

© JAVIER VALLS BORJA

viernes, 26 de abril de 2013

Alma



Nunca creyó en la existencia del alma y, en cambio, tenía la sensación de poseerla. ¿Sería lo leído, lo que había atesorado en su mente a lo largo de la vida, el alma?




©texto JAVIER VALLS BORJA
diciembre 2012
©fotografía Manel (fuente flickr), publicada bajo una licencia Creative Commons

Este texto fue escrito para el concurso mensual organizado por Jaime Gonzalo Cordero, en su edición de diciembre de 2012, no habiendo resultado premiado.

jueves, 25 de abril de 2013

El rosario de la aurora




Juntos, fundaron un pueblo. Construyeron casas, las habitaron. Trabajaban duro, pero eran felices.

Un día, por sorpresa, apareció un muro donde no debía haber nada. Súbitamente, se llenó de odio, de palabras feas, hirientes.

Nadie derribó el muro, les resultó más fácil destruir el pueblo.

©texto JAVIER VALLS BORJA
abril 2013
©fotografía Klilian Arjona (fuente flickr), publicada bajo una licencia Creative Commons

miércoles, 24 de abril de 2013

Mi mamá me mima




—Mamá, voy a traer a Julia a cenar.
—¿Julia? ¿Esa hippie con la que sales?
—No es hippie, mamá, solo es joven.
—Hijo, sabes que no me gusta meterme en tu vida...
—Mamá, te encanta entrometerte...
—...pero no me gusta que vayas con esa chica...
—...y mangonear y llevarlo todo a tu terreno...
—...seguro que es una fresca...
—...y dirigir las vidas de los demás...
—¿Ves como es una mala influencia? Antes nunca me replicabas.
—Es genial, mamá, lo paso muy bien con ella; cuando la conozcas te gustará.
—Lo dudo, sus padres están separados
—También lo estáis tú y papá.
—No te atrevas a comparar. Nosotros tenemos la nulidad de la Rota.
—¿Y no es lo mismo, a fin de cuentas?
—Además, su madre bebe cerveza.
—Pues tú te hinchas a jerez...
—La cerveza es vulgar.
—A mí me gusta la cerveza.
—Y acabarán gustándote las hamburguesas...
—¡Me encantan!
—Y su hermano es maricón.
—¡Anda! Y mi hermana lesbiana...
—Pero, al menos, tiene la decencia de vivir en el extranjero.
—Su hermano es amigo mío.
—Te va a pegar algo, ya lo verás
—Pero, mamá, ¡qué cosas dices!
—Y vete a saber dónde viven...
—Viven en una casa mucho más agradable que este mausoleo
—Mi casa es preciosa.
—Y rancia.
—Bueno, haz lo que quieras, ya sabes que no me gusta meterme...

©texto JAVIER VALLS BORJA
marzo 2012
©fotografía Galateina (fuente flickr), publicada bajo una licencia Creative Commons

lunes, 22 de abril de 2013

Caminos que se cruzan y piedras en el zapato




Algunas personas se cruzan en tu camino; otras, se atraviesan.

Con las primeras puedes sincronizar el paso y caminar junto a ellas, de la mano.

Las otras son palos en tus ruedas.

Y hay que seguir adelante.

© texto JAVIER VALLS BORJA
abril 2013
©fotografía Tartanna (fuente flickr), publicada bajo una licencia Creative Commons

lunes, 8 de abril de 2013

Perpendiculares y tangentes (Conchita II)



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Mi casa es una casa de mujeres, como la de Bernarda Alba, pero sin tan mala leche y, como aquella, también guarda alguna tragedia entre sus muros; no íbamos a ser menos, aunque a nosotras nos escriba Valls, y no Lorca.

Mi madre se llamaba Concha, como mi abuela —viuda por la gracia de Dios y estanquera por la de la Patria—, y era su única hija. Yo me llamo Conchita, y soy la única hija de Concha. Tres mujeres, tres estanqueras, tres Conchas: hasta aquí llega el paralelismo. Punto. No ha faltado quien ha dicho que esta es la Casa de las Conchas, como la de Salamanca, pero en Fragmentaria: nunca se acaba de acostumbrar una a tanta tontería.

Mamá era un alma cándida, de la que se podía aprovechar cualquier persona que quisiera hacerlo y no tuviera escrúpulos, como hacía el cura, o como hizo mi padre, sin ir más lejos. Se conocieron un día de feria, por las fiestas. Él era guapo, forastero y no tenía dónde caerse muerto; ella, una pánfila de labios descoloridos con la vida solucionada, dispuesta a creerse todo lo que él le quisiera contar. La historia de siempre:

¡Extra! ¡Extra! ¡Pánfila de labios descoloridos cae en las redes de guapo forastero!

Se casaron tras un brevísimo noviazgo y a los siete meses nací yo.

No soy sietemesina.

Al poco, mi padre se hizo asiduo de cualquier mesa del pueblo en la que se jugara fuerte, pero pronto ese mundo se le quedó pequeño y dio el salto a la ciudad; jugaba en casinos y timbas, desaparecía durante días y, cuando volvía, lo hacía en un estado lamentable. La última vez que lo vimos—no tendría yo los tres años—, venía huyendo de alguna deuda de juego. Les exigió a mi madre y a mi abuela que le dieran todo el dinero que guardaban en su libreta de ahorros, argumentando que lo necesitaba para salvar la vida, a lo que ellas se negaron porque aquel dinero era su futuro y el mío. Les dio tal paliza que casi las mata, de no ser porque los gritos de los tres y mi llanto desgarrado alertaron a los vecinos. Mi tío Ramón, primo segundo de mamá y grande como un pino, lo cogió por el cuello y le dijo que si lo volvía a ver, aunque no fuera en el pueblo, lo iba a matar. El muy cobarde se fue con lo puesto, sin siquiera cambiarse la ropa empapada en orines: se acababa de mear encima. No volvimos a saber de él hasta que unos cuantos años más tarde alguien dijo que lo había visto haciendo de trilero en la plaza Real de Barcelona. Ignoro si aún vive —tampoco me importa—, pero para nosotras murió el mismo día en que se fue.

Después de tan apresurado casamiento y tan sonado fin de su matrimonio, alentada por la abuela, mamá se volcó en la religión, en un intento de lavar su reputación y salvar su alma. Limpiaba la iglesia, enseñaba el catecismo a los niños que iban a tomar la primera comunión y era la que instaba a las otras beatas a salir hucha en ristre en las cuestaciones para el Domund: «Para los chinitos», decían, esgrimiendo las grotescas huchas con forma de cabeza.

Recuerdo cuánto me humillaba que, después de una boda, se marcharan novios e invitados, y ella se quedara barriendo el arroz que les habían lanzado a los recién casados. O que pasara la bandeja. O que la suya fuera la voz que más se oía durante los cánticos. Nunca pude soportar todo aquello, debo de tener una aversión natural por la religión; quizá también por mi madre, al menos en aquel tiempo. En la escuela algunos me llamaban la Sacristana, porque imbéciles los hay de todas las edades, otros se portaban bastante bien conmigo, y el resto no me hacía caso, pero nunca me interesaron demasiado ni unos ni otros porque yo me veía —me sabía— más madura que ellos. Me refugié en la lectura, desde los tebeos hasta novelas que se suponía que no eran adecuadas para mi edad, y que la bibliotecaria me daba acompañadas de una mirada de censura. Fui una adolescente terrible, empecé a fumar muy temprano porque tenía el ansia de provocación a flor de piel y el tabaco al alcance de la mano, y mi actitud con los chicos era de una desinhibición tal —había leído a Erica Jong y a Anaïs Nin— que hoy en día me asustaría en mi propia hija, si la tuviera (y que no, no se llamaría Concha).

No empecé a ver a mi madre —en lugar de a mí misma— como la víctima de todo aquello hasta que me marché a la facultad y tomé distancia. Estuve tres años en la Universidad: el primero de ellos me matriculé en Filosofía y Letras, el segundo año estudié Sociología y el tercero me pasé a Psicología. Los estudios no me satisfacían; prefería leer en la biblioteca hasta que me dolían los ojos, salir de marcha con mis amigas mientras quedaran garitos abiertos y ligarme todo lo que se ponía a tiro. Fue una época de sexualidad desaforada para mí, había tanto material y tan a mano, que era una pena desaprovecharlo. Leer y follar, eso es lo que más disfruté en mi paso por la Universidad; bueno, eso y fumarme algún que otro canuto, aunque nunca pasé a mayores. Cuando me di cuenta de que mis compañeros iban pasando de curso y yo no hacía más que saltar de primero en primero, volví al pueblo, donde me he quedado desde entonces, pero mis gustos siguen siendo los mismos, excepto en el tema de los porros, que dan mucha hambre y una ya no pierde peso tan fácilmente como a los veinte. Puede que al principio volviera porque no tenía adónde ir, pero ahora no me imagino viviendo en ningún otro lugar que no sea Fragmentaria, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva.

Fragmentaria y su pequeño mundo, poblado de vidas perpendiculares, tangentes, nunca paralelas como en la ciudad, donde nadie conoce a nadie ni lo procura.

La otra noche asistí, casi a rastras, a un espectáculo curioso, la actuación de un bululú. Fue en Los Barriles, el bar de Justina y su novio, que se están moviendo mucho y han convertido un cafetucho de carajillo y dominó en una especie de café teatro; bien por ellos. Me lo comentó Jacinto Robledo, el director del centro cultural, cuando vino a por el tabaco de pipa que fuma habitualmente, cada vez más difícil de encontrar dada su escasez:

—Deberías comprártelo por Internet, Jacinto; te saldría más barato y no me darías tantos quebraderos de cabeza —le comenté, sacando a relucir mi vena menos comercial.

—Pero así te veo, tontina —me contestó, guiñando un ojo y lanzándome un beso al aire—¿Has recibido ya mi revista de arte?

—Mañana. Qué lástima que seas mariquita, con lo que me gustas —le dije con malicia.

Rió mi ocurrencia y dijo:

Gay, Conchita, se dice gay.

—Pues a mí me pareces mariquita, fíjate.

Continuamos riendo de buena gana y luego me mostró un rollo de papel que llevaba en la mano:

—¿Te importa que pegue este cartel en la puerta?

—Claro que no, ¿qué es?

—El anuncio del próximo monólogo de Los Barriles. Ya lo tuve en el centro cultural y es muy bueno.

—¿Ahora te dedicas a ir repartiendo carteles? No pensaba que te costara llegar a fin de mes —le dije, pinchándole.

—Esta pareja está haciendo mucho por la cultura en el pueblo y a mí no me cuesta nada echarles una mano.

—Ya lo sé, tontorrón; ¿a ver?

Lo desplegó y, dándole la vuelta, me lo enseñó sujetándolo con ambas manos para que no se volviera a enrollar:

Pompilio Madrigal presenta: “Cuando soñó el bandoneón”,

una historia con varias voces en una sola voz y con aliento a tango

—Hum… ¿No será ese argentino que va pululando por el pueblo?

—Huy, huy, huy, ¿ya le has hecho pupa?

—Casi; quería ligarme.

—Bueno, está de buen ver, y tú también, ¿cuál es el problema?

—La verdad es que después ha vuelto varias veces y se esfuerza en serme simpático.

—Desde luego, cómo eres, Conchita. De haberlo intentado conmigo, le echo el guante sin pensármelo dos veces.

—Anda, anda, donjuán, peguemos el cartel, que siempre estás pensando en lo mismo.

—¡Ah! Pero, ¿hay algo más?

Seguimos bromeando un rato mientras colocábamos el anuncio. Cuando se despidió, me dijo:

—Te guardo un sitio en mi mesa.

—No he dicho que vaya a ir.

—Y ponte guapa.

—¿Serás…?

—Lo soy, ya lo sabes—y se alejó riendo.

El espectáculo resultó muy sugerente; el tal Pompilio hacía las voces de todos los personajes y parecía pasárselo de fábula. De vez en cuando me miraba fijamente mientras decía su parlamento y he de reconocer que yo experimentaba un cierto sobrecogimiento completamente desconocido para mí, que no soy de sobrecogerme; no sé, me sentía vulnerable. Y cada vez, codazo de Jacinto. A mitad de la obra, me encontré lamentando no haber sido más amable con él —con el argentino, no con Jacinto—.

Casi al final de la representación, en el momento en que el actor recitaba unos versos muy sentidos, mi amigo me comentó que cuando Pompilio Madrigal actuó en el centro cultural, la extranjera que llegó en el tren hace unos meses se levantó y salió de la sala de un modo un tanto brusco. Le dije que le habría dado un apretón y Jacinto hubo de hacer un esfuerzo sobrehumano para no soltar la carcajada en mitad del parlamento del bululú. El argentino nos dirigió una mirada entre reprobatoria y divertida, sin titubear ni dejar de recitar; es bueno.

Al salir de Los Barriles, Jacinto quiso invitarme a tomar una copa en su casa, ofrecimiento que rechacé porque me apetecía pasear mientras meditaba sobre lo que me había ocurrido durante esa velada, pero él insistió:

—Que no, Jacinto, que a ti lo que te pasa es que no tienes un plan mejor.

—¿Tanto se me nota? —rió.—Anda, mujer, no te hagas la remolona.

—Te digo que no, que nos conocemos, y empezamos por una copa y acabamos con la destilería.

—Pues entonces te pasa el turno y la próxima la pagas tú.

—Hecho.

Me dirigí hacia casa caminando sin prisa, arrullada por el rumor del río, mucho más presente en la noche, y por el canto de los grillos, que suena a verano. Reflexionaba sobre lo agitada que estaba últimamente la vida social del pueblo, con toda esa gente que había venido, y me sentí bien.

Me gusta la gente que llega en tren a los sitios; lo digo por las personas que recalan por primera vez aquí, porque eso se nota en la forma en la que se apean del convoy y miran hacia arriba —siempre miran hacia arriba—, como si ahí, en lo alto, estuviera la esencia de lo que van buscando, sea ello lo que sea. Puede parecer una simpleza, pero yo les veo un halo de romanticismo que no poseen los que vienen en el autobús de línea, o en coche, vete a saber por qué; es como si tuvieran un pasado más…, más pasado, no sé cómo decirlo. Todo esto viene a colación por la extranjera, la que me contó Jacinto que salió antes de acabarse el espectáculo.

En un primer momento, el día de su llegada, la vi pasar desde la estación en dirección al hotel, tan delgada, con aquella maleta que había conocido tiempos mejores y su aire desorientado, y pensé que era una bailarina retirada, tales eran su languidez y afectación. Con el tiempo he visto que lo que la cubre es, aparte de una cierta pose, que la tiene, un espeso manto de tristeza. A veces me siento tentada de preguntarle si se siente bien, más que nada por entablar una conversación que pudiera aligerar la pena que le adivino, pero temo parecerle una entrometida y, además, no sé yo si como psicóloga tendría mucho porvenir, así que me limito a ser amable y a darle un palique más neutro.

La he invitado, como vengo haciendo con mis clientes más leídos, a la primera de las tertulias literarias que quiero celebrar en el estanco —si he de ser sincera, a algunos no los he invitado, directamente les he obligado a aceptar—. Me dijo que no se expresa bien en español y yo le contesté que no se preocupase, que eso le ocurre a más de la mitad de la población del país. Reímos y me dijo que hará lo posible por venir. Como me pareció que se estaba abriendo un poco, la hice sentar y serví café para las dos —yo he de pasarme al descafeinado, porque a café por cliente, no va a haber camisa de fuerza que me sujete—. Se llama Mina, Mina Baum, es austríaca, y no habla tan mal el español como me quiso hacer creer. Cuando ya se levantaba para irse, entró en el estanco el joven Bardají, Carlos, al mismo tiempo que mi vecina, que venía a traerme unos calabacines de su huerta. Mientras le agradecía por tercera vez esa semana el detalle —ya los había comido de todas las formas imaginables—, Carlos y la Baum fueron protagonistas de un contienda incruenta por hacerse con el último ejemplar de El Mundo, codiciadísimo cuando trae el suplemento cultural. Finalmente, llegaron a un acuerdo sobre el periódico y se quedaron charlando, en tanto yo atendía a los clientes que llegaron tras él.

Cuando salgo a barrer la acera no paro de saludar a diestro y siniestro; todo el mundo pasa por aquí, y todos me conocen. Mi casa, con el estanco en la planta baja, está frente por frente de la iglesia, esa que mamá tenía como los chorros del oro, aunque se dejara por hacer sus propias tareas —tareas que, por obra y gracia del Espíritu Santo, siempre me acababan salpicando—. La iglesia es bonita, a qué negarlo —un poco batiburrillo, eso sí—, pero siempre me ha dado un poco de grima por los motivos ya expuestos y algún otro que ahora me callo, y eso que no suelo guardarme las cosas en el buche. Pues, con eso y con todo, no tengo más remedio que verla a todas horas, puesto que sólo me separa de ella el ancho de la plaza, con su viejo moral en medio. Pero lo pienso bien y llego a la conclusión de que no puedo quejarme, ya que estoy en el mejor punto del pueblo; un palco desde el que veo pasar la vida de Fragmentaria día a día, a la gente que va o viene, que descansa a la sombra del moral, en el alcorque de piedra construido a su alrededor a modo de banco, y que es, dependiendo de la hora, sitial de viejos, atalaya de cotillas o nido de rapaces enamoriscados. Si ese moral hablase…, aunque, ¡si hablara yo!

Todas las mañanas, a primera hora, veo desde detrás del mostrador a Anastasia dirigirse lentamente a misa, sumida en sus pensamientos. Pasa por delante del estanco y, cuando ya ha enfilado la puerta del templo, sin darse la vuelta, levanta la mano derecha y la agita, saludándome. Sabe que la estoy mirando. Será por eso que en el pueblo la llaman la bruja. Anastasia es una buena mujer, muy espiritual; quizá es la única persona con la que no sería capaz de discutir sobre religión, porque siento de algún modo que lo suyo es verdadera fe, algo que no comparto pero que respeto profundamente. Bueno, con Teresa tampoco despotrico contra la curia —está bien, un poco, sí—, que ella también es muy devota, pero de todo lo demás discutimos hasta la saciedad.

Teresa es amiga mía de toda la vida, pero amiga, amiga, y eso que somos el aceite y el agua. ¿Que en qué consiste esa diferencia? Básicamente, en que a mí me gustan más los hombres que rascarme una pupa y, en cambio, Teresa siempre tuvo vocación religiosa; sexo, caca. Ya desde pequeña no quería más que jugar a monjas, y yo le decía que vale, si yo era la superiora. En el instituto, el año que fuimos a Italia de viaje de fin de curso, ella había propuesto ir a Lourdes; todavía estoy escuchando las carcajadas.

Pretendía tomar el hábito —estoy segura, segurísima, de que mi madre la hubiera preferido a ella como hija—, y en nuestra primera juventud renunció a casi todo por su intención de entrar de postulanta en no sé qué convento. A punto estuvo de conseguirlo, pero su madre, que hasta entonces había pensado que aquello no eran más que chiquilladas, le vio las orejas al lobo y le quitó la idea mediante el simple pero efectivo método del chantaje emocional: que si quién me cuidará, que si yo no he criado una hija, que he criado una hiena, que si mucha caridad cristiana, pero a mí me dejas abandonada, etc., así que también renunció al sueño por el que había sacrificado todo lo demás. En la actualidad, su madre va a bailar todos los fines de semana, tiene un medio novio y cada dos por tres sale de viaje; Teresa es la que finalmente se ha quedado sola. Es como una monja, pero sin hábito. Sin hábito religioso, digo, porque el otro, el de fumar, lo lleva a rajatabla y no baja del paquete diario. Debería sentirme culpable, porque fui yo quien la inició en el vicio, pero mira, gané una clienta, que siempre hay que mirar el lado positivo de las cosas. Todavía éramos casi unas crías cuando aquello; yo distraía paquetes de cigarrillos mentolados del estanco y nos íbamos al río a fumar. Después lo dejé porque un chico que me besó una noche de verbena me dijo que el aliento me olía a tabaco, y puesta en la disyuntiva de tener que elegir entre los chicos o el tabaco, lo hice. Teresa siguió fumando cada vez más y, hasta el día de hoy, nunca la ha besado nadie: es soltera y entera, por los siglos de los siglos, amén.

De acuerdo, yo también lo soy —¿quién dijo entera?—, pero Teresa es mucho más soltera que yo, porque es muy beatona, está llena de manías y es hipocondríaca hasta la exasperación, que no sale del ambulatorio y en la farmacia Capdevila le ponen la alfombra roja por ser su mejor clienta. ¿Más ejemplos?: Yo guardo mis mejores bragas por si me sale alguna cita; ella, para ir a misa los domingos, y si tiene unas de encaje negro es para que le hagan juego con la mantilla que se pone en las procesiones.

—Buenos días, Conchita— me saluda según entra por la puerta, entre toses cavernosas y malsanas.

—Traes mala cara, Teresa; parece que te haya pasado un camión por encima; ¿te ha pasado un camión por encima? —me intereso amablemente.

—Qué bruta eres, no es más que una nasofaringitis. ¿Me das un Marlboro, por favor? —me pide.

—Pero ¡qué dices! Ni Marlboro, ni nada, mientras no se te cure esa tos, que los resfriados de verano son los peores.

—Pero, mujer…

—Ni hablar; ¡si no puedes ni respirar! Mira, para que no te vayas de vacío, y por el mismo dinero, te vas a llevar el premio Planeta, acabadito de recibir, y que te lo rebajo porque ya lo he leído yo, ¿vale?; no es gran cosa, pero te distraerás.

—No lo quiero, quiero mi Marlboro, y si no me lo das, no te cuento la última.

—¿De quién?

—De los Ocaso.

—¡Bah! Ya me la sé; te quedaste sin fumeteo, pero te invito a un café.

Los Ocaso, buena familia, que es lo que se dice de las familias ricas, por muy bordes o analfabetos que sean sus componentes; una de las más importantes e influyentes de Fragmentaria y comarca, en la que la mayoría de varones se llaman Bernabé, como si el nombre fuera bonito. El primero fue el más importante de todos en términos cuantitativos para sus descendientes, porque los montó en el dólar, y cualitativos para el pueblo porque promovió la construcción y mejora de servicios esenciales para el desarrollo local —excepto la plaza de toros, cuya construcción auspició, como reza una placa en la entrada principal, y que se podría haber ahorrado; más nos hubiera valido que nos construyera un teatro—. Para su mujer supongo que no sería más que un putero, porque según decía mi abuela, le gustaban más las mujeres que mojar pan en la ensalada. A saber la de “Bernabecitos” bastardos que iría sembrando por ahí.

—Conchita, hija, dame mi tabaco, por favor te lo pido, que estoy con el mono—me suplicó la pobre Teresa.

—Toma, pesada, pero después no me eches las culpas si no se te pasa —le dije sin ningún cargo de conciencia por mi parte.

—Gracias —respondió, encendiendo ansiosamente un cigarrillo entre las toses del constipado y las producidas por la primera bocanada de humo.

—Volviendo a los Ocaso, ya sé que Bernabé ha comprado la parte de sus hermanos y que ahora es el único propietario —le comenté con aire conspirador a Teresa.

—Lo que no sé yo es para qué querrá una casa tan grande para él solo. —repuso ella, dando una calada que consumió un tercio del cigarrillo. Después de expulsar el humo, continuó — Seguro que ha vuelto huyendo de algo.

—¡Qué peliculera eres, Teresa, hija, que parece que estés viviendo en una novela! ¿De qué va a huir? —repliqué.

En el caso de que Teresa tuviera razón y Bernabé Ocaso hubiera vuelto a Fragmentaria huyendo de algo, no sé por qué habría de meterse en esa casa; eso es lo último que yo haría. ¿Por qué? No lo sé; ni yo misma soy capaz de darme una explicación racional. El caserón, al que la familia llama pretenciosamente Villa Ocaso, me da escalofríos, siempre me los ha producido, y eso que no soy una persona sensitiva, pero si puedo paso por otra calle aunque haya de dar un rodeo en mi camino. Es como esos retratos que te siguen con la mirada; lo pienso y se me erizan todos los pelos del cuerpo, lo que me recuerda que me he de depilar, que el verano es muy revelador y una tiene una (mala) reputación que mantener.

¡Ay!, hablando de depilaciones, el otro día me hice el bigote, porque ya parecía un señor. Me lo hago en casa, a la cera caliente, como si fuera una penitencia por pecados no cometidos —bueno, alguno sí—. Se me hace la hora y resulta que abro el estanco con todo el morro rojo e hinchado —algunas veces hace más reacción que otras—. Pues, la primera, en la frente: Madrigal, Pompilio, sí, el argentino, estaba esperando a la puerta, y en ese momento quise que me tragara la tierra. No me tragó y casi hubiera preferido que me viera con el bigote. Él no se dio cuenta, o lo hizo ver; es un hombre de mundo, se le nota. Me agradeció la asistencia a su espectáculo la otra noche, y nos pusimos a hablar de eso y más. Creo que me reía demasiado. Le di sus Manitou y puse el café a hacer.

©texto JAVIER VALLS BORJA
marzo 2013
©fotografía xmangel  (fuente flickr), publicada bajo una licencia Creative Commons

Este texto forma parte de la novela digital Fragmentaria, que podéis leer a razón de un nuevo capítulo cada semana.

lunes, 18 de marzo de 2013

La plegaria




Dime que sí, dí que lo entiendes, dime que lo harás. No fue fácil para ti pedírmelo, lo sé, ni para mí lo fue el hecho de asumirlo; mucho menos, realizarlo, pero lo hice. Llevabas años muriendo sin morir, y pusiste en mis manos la responsabilidad de liberarte. No fue un acto criminal, sino de amor; yo sólo fui el instrumento, la cuchilla de afeitar de quien tiene la capacidad de cortarse las venas. Te quería, te quiero, e hice lo que me pediste, sin calibrar las consecuencias que pudieran derivar de tal acto. Pero han llegado, finalmente. No hablo del cautiverio, ni de remordimientos, sino de soledad. Ahora necesito que lo hagas tú por mí, no por salir de la cárcel, porque afuera nada tiene sentido, sino porque te echo de menos. Dime que me quieres, dime que sí, por favor, dí que lo entiendes, dime que lo harás.

©texto JAVIER VALLS BORJA
marzo 2013
©fotografía Alvaro Nistal (fuente Flickr), publicada bajo una licencia Creative Commons

martes, 19 de febrero de 2013

No me llamo doña Concha (Conchita I)




Ayer el nuevo cartero me llamó doña Concha —¡doña Concha!—, y no pude evitar reírme.

—¿Doña Concha, yo? Quite, quite; esa era la Piquer —le contesté, y desde entonces que no paro de canturrear…
…Era hermoso y rubio como la cerveza,

el pecho tatuado con un corazón,
en su voz amarga, había la tristeza
doliente y cansada del acordeooooón…
Y vuelvo a empezar la estrofa una y otra vez, porque es el único trozo que me sé, y ya empiezo a estar un poco cansada de la dichosa canción.

A mí, doña Concha, sólo me lo llaman los viajantes, que ya sabemos cómo son, para ver si dorándome la píldora me sacan más cuartos, que unas veces es que sí, y otras, que no.

—Doña Concha, que no pasan los años por usted.
—¿Tú crees? Entonces, ¿por qué, mejor, no me llamas Conchita?
—¿Puedo?
—¡Pues claro, hombre! Así, de tú a tú, me resulta más fácil mandarte a paseo, zalamero, más que zalamero.

Yo soy, de toda la vida, Conchita la estanquera —Conchitalaestanquera, así, todo junto—, para todo el mundo, o para todo el pueblo, que viene a ser lo mismo, porque mi mundo somos yo, mi lugar y mis circunstancias.

Y ya que hablamos de lugares, de mundos y de pueblos, el mío siempre ha sido Fragmentaria que, para bien o para mal, me vio nacer. En cuanto a las circunstancias, hemos pinchado hueso: ni en sueños voy a confesar cuánto hace de tal sucedido, que ya se sabe que un buen secreto la reviste a una de un halo de misterio y la convierte en objeto de deseo de los hombres y tema de conversación de las mujeres. De todos modos, qué importancia tendrán unos años más o menos cuando la edad que refleja el rostro y la que va por dentro no avanzan acompasadas; porque yo me sé joven, aunque en algunas ocasiones me siento tan vieja que pienso que fui yo antes que el pueblo, que fui yo quien lo vio nacer.

Sin embargo, es banal la cuestión de quién fue primero, si el huevo o la gallina, porque yo he nacido muchas veces, y sigo naciendo cada día, con cada libro empezado, con cada nueva amistad, con el olor a pan recién hecho; pero muero un poco también, de rabia e impotencia, con cada paso atrás, con cada nueva injusticia, hasta que se me envenena la sangre y se me agolpa el coraje en la boca, mi mejor arma, la única que me atrevo a esgrimir ante un semejante. Nací desnuda y desnuda continúo, sin dobleces, ni máscaras, ni disfraces; soy capaz de mirarme a los ojos cada mañana y sostenerme la mirada con franqueza, porque sigo siendo fiel a mí misma.

Regento la Expendeduría nº 1 de Fragmentaria —como todavía reza el descolorido rótulo original—, o sea, el estanco del pueblo, heredado de mi madre —Conchalaestanquera—, viuda temprana que, por si tenía poco destajo con el negocio, la casa y una niña de carácter indomable a los que atender, limpiaba la iglesia mayor dos veces por semana y se traía los manteles del altar para lavarlos, plancharlos y almidonarlos. Cuando se vio demasiado vieja para continuar con ese menester, lo cual ocurrió mucho después de que lo fuera, me suplicó:

—Hija, que esa labor ha estado en nuestra familia desde mi bisabuela María, ¿qué va a decir el señor cura?
—Que diga misa, madre, que es lo que ha de hacer.

Tras esa breve conversación, y con carácter irrevocable, la que suscribe rompió las relaciones con la Iglesia, que, ya desde antes de la primera comunión —nunca quise confesarme—, se habían mantenido en un estado de fricción constante.

La otra herencia que recibí de mi madre fue su escapulario del Carmen, a la sazón la totalidad del pago que recibió de manos del párroco por los servicios prestados durante toda una vida. Cuando le encargué al cura una misa por mamá, cubrí los gastos con ese mismo escapulario.

—¿Estás de broma, Conchita?
—¿Lo estaba usted cuando se lo dio a mi madre?
—¡Esto es una afrenta a Dios!
—Usted no es Dios, padre.

Como el negocio del tabaco está cada vez peor con tanta ley, tanta crisis y tanto afán de salud, pensé en ampliarlo ofreciendo papelería, prensa y libros, que tampoco es que se me formen colas a la puerta como en un Madrid-Barça, pero da para ir tirando.

—Dame un Farias y el ABC.
—Toma, progre… ¿no querrás también el libro de Mario Conde?
—¿Ya lo tienes? Trae, trae…
—Cógelo tú mismo, que tengo las manos limpias.

Los asiduos conocen mi sentido del humor, ácido tirando a corrosivo, aunque unos lo encajan mejor que otros, la verdad. Con los recién llegados soy algo más comedida; al menos lo procuro, pero esta mañana ha venido un argentino —¿o uruguayo?; nunca los distingo— que me ha parecido que quería ligar, y le he enseñado los dientes. Normalmente, los tengo un tiempo en cuarentena —a los nuevos clientes, se entiende, no a los argentinos—, no sea cosa que los espante; al fin y al cabo divertirse está bien pero, como dijo algún sabio que ahora mismo no me viene a las mientes, del cielo para abajo, cada cual vive de su trabajo.

Suelo recomendar libros a los parroquianos, no solo por intentar vendérselos, sino porque disfruto cuando los comentamos posteriormente, como si fuera un club de lectura, así que, ahora que por el pueblo empieza a haber más movimiento del habitual, estoy por poner un par de mesitas que invite a la tertulia, como en las librerías finas de la capital, a ver si consigo revivir las que se celebraban hace años en la farmacia Capdevila. Eso sí, la cafetera, de goteo, que no me veo preparando carajillos.

¿Un café? Invita la casa.

©texto JAVIER VALLS BORJA
febrero 2013
©fotografía Agustín Carlos "Magosoft". Todos los derechos reservados

Este texto forma parte de la novela digital Fragmentaria, que podéis leer a razón de un nuevo capítulo cada semana.

lunes, 11 de febrero de 2013

Modus vivendi



No va a misa, ni sale a las procesiones, ni juega a la brisca con las vecinas y, por Dios, ¡no lleva medias! Y es que ya desde pequeña andaba enfrascada en libros, como un chicazo, cuando empezó a servir en la casa grande, la de los veraneantes de la ciudad, que se ve que eran notarios, o tenían una fábrica de hilaturas, o las dos cosas, no lo sé. Dicen que el señorito la enseñó a leer, y que la señorita le recitaba poesía o le tocaba piezas al piano para hacerle más llevaderas sus tareas, ¡ay, Señor! que ya no se respetan ni las clases, así está el mundo. El día de libranza no iba al cine, ni al baile si lo había, y se quedaba en la biblioteca de la casa leyendo sin parar; eso no puede ser bueno, no me digas. ¡Ah! y otra cosa: en el pueblo no se le conoció hombre, a ninguno le gusta una mujer que sepa más que uno, normal, pero tampoco hubo interés por su parte, la verdad. Su amor eran los libros, y su mundo aquella casa. Al final perdió el interés por lo que la rodeaba; vivía en su clausura de libros, viviendo otras vidas a las que jamás hubiera podido aspirar de no ser por la lectura, ya ves, qué cosas, y ella dice que es feliz. ¡Qué mujer más rara!

©texto JAVIER VALLS BORJA
diciembre 2012
©fotografía  Santi Martin (fuente flickr), publicada bajo una licencia Creative Commons

Este texto fue escrito para el concurso mensual organizado por Jaime Gonzalo Cordero, en su edición de diciembre de 2012, habiendo quedado en el segundo puesto.

jueves, 31 de enero de 2013

Pasado, presente, futuro




¡Vaya! —se sorprendió—. Mira esta foto... Hacía tiempo que no la veía— piensa con la nostalgia habitual en ella, enquistada ya en su pecho, sin querer confesarse a sí misma que ha estado evitando verla todos esos años. En la fotografía, que sujeta con mano trémula, ve, desenfocada por la mirada acuosa a una niña feliz, de mirada franca, ilusionada por la vida, confiada en el porvenir.

—¿Qué quieres ser de mayor?
—¡Médico! No, no, ¡azafata! o... ¡maestra! Sí, maestra.
—¡Sonríe!

Clic.

Hace años que no acude a la caja de las fotos, prefiere sus recuerdos maquillados, son menos dolorosos, porque la niña que la mira desde el papel le echa en cara haber destruido sus esperanzas, incumplido sus sueños, convertido en una realidad gris y sórdida lo que era una brillante promesa. El tiempo mata los sueños, trunca deseos y no ofrece la posibilidad de dar marcha atrás; lo que era futuro es ya pasado, y el presente no es nada, apenas un nanosegundo entre ambos.

Nacer, crecer, reproducirse. 

Su existencia se ha limitado a lo meramente biológico, a repetir la vida de su madre, a pasar por el mundo sin dejar más que un recuerdo borroso y una fotografía que miente.

Morir.

©texto JAVIER VALLS BORJA
enero 2013
©fotografía almaarte II (fuente flickr), publicada bajo una licencia Creative Commons

Este texto fue escrito para el concurso mensual organizado por Jaime Gonzalo Cordero, en su edición de enero de 2013, habiendo resultado ganador del mismo.