martes, 14 de mayo de 2013

Me bajo en la próxima (Conchita [y] III)

La más hermosa sepultura del cementerio era —aún lo es— la de mi padre; soberbia lápida de granito negro, letras de oro, y una magnífica escultura representando a san Miguel matando al demonio, elemento este bastante absurdo, porque él se llamaba Antonio. Supongo que mamá la elegiría por ser la más cara y aparente, o tal vez en su fuero interno identificara a quien tan desgraciada la había hecho con el Maligno postrado y lanceado. En el centro de la losa sólo está su nombre, sin leyenda ni fechas, lo cual no es extraño porque, hablando con propiedad, la tal sepultura no es más que un cenotafio, puesto que mi padre no está enterrado allí. Sí, es surrealista, de locos, pero hay quien paga bulas para asegurarse una parcelita en el cielo, y mi madre se compró su viudez, con el fin de rehabilitarse socialmente, sin importarle que su marido aún viviera.

Mamá siempre dijo que era viuda, porque eso viste más que un abandono; lo decía incluso a la gente del pueblo que conocía todo su pasado, puesto que nunca soportó que pudieran verla como a una mujer a la que habían dejado tirada, que es lo que era en realidad. Hasta llegó a ponerse de luto riguroso durante más de un año, y de eso sí que me acuerdo, porque siempre llevaba las medias negras con carreras por fregar arrodillada los suelos de la iglesia. Parece ser que al principio —yo no me acuerdo de ello porque era muy pequeña— le llegaban a dar el pésame los que ignoraban lo ocurrido. Y si para mi madre, claramente, su marido ya no era más que un mal recuerdo, muerto y enterrado, también yo les decía a mis amigas y compañeras, cuando crecí y tuve conciencia de lo ocurrido, que mi padre había fallecido —y entonces lo deseaba fervientemente—, aunque muchas de ellas, si no todas, se sabían la historia a la perfección porque fue una de las comidillas del pueblo durante años.

Ni un solo viernes mientras vivió, dejó mi madre de ir a poner flores frescas en la tumba, lo cual le hizo ganarse una cierta y merecida fama de loca inofensiva, de esas a las que la gente suele dirigirse de modo excesivamente paternalista y que ella confundía con muestras de cariño. Fue su modo de intentar ser feliz, tras la debacle sufrida por su vida.

Puede que los unos se rían de los otros, y el caso es que nadie puede sacar pecho, ya que todos tenemos algún cadáver en nuestros respectivos armarios; unos hieden más que otros, pero la vida en sociedad nos obliga a mantener la compostura aunque el tufo sea insoportable.

Y ese hedor se me está agarrando al alma. Últimamente parece que todo a mi alrededor se alíe para hacerme revivir un pasado no vivido, del que, a pesar de todo, conservo recuerdos porque han sido muchas las conversaciones de brasero y mesa camilla que me los han ido inculcando. Y yo, que ando un tanto cansada de la sempiterna guerra civil en la literatura y en el cine, que parece que en este país no haya otro tema sobre el que escribir o hacer películas, me veo inmersa en ella como si fuera un testigo aturdido, dueño de lagunas y certezas.

Pues a las cavilaciones que me asaltan cada vez con más frecuencia sobre el pasado del pueblo y de mi propia familia, se une la cena con Pompilio. Sí, he dicho cena con Pompilio; al final ocurrió lo que tenía que ocurrir, que es lo de siempre: chico conoce chica, a chica le tiemblan las choquezuelas, chico la invita a cenar y chica acepta con la condición de pagar a escote, de lo que se deduce que la chica es tonta; bueno, no del todo…

Resulta que vino a por sus “Manitou”, como hacía a diario desde que cambió de táctica, porque al principio se compraba los paquetes de dos en dos o de tres en tres, pero llegó un momento en que sólo me pedía uno cada vez. Estoy segura de que eso lo hacía para venir todos los días, porque una no es tonta y hay cosas que se saben, y ya está. Que yo le gustaba lo dejó claro desde la primera vez que nos vimos, y he de confesar que también él me gustó a mí, con su buena planta y ese gracejo que tienen los argentinos, pero si lo espanté fue porque nunca digo sí a la primera, a no ser que sea yo quien tome la iniciativa, más que nada para desengañar a los que creen que porque una está sola, está disponible. Siempre digo que soy una pésima psicóloga, pero supongo que no quiero convertir en patrón familiar la actitud que estableció mi madre a las primeras de cambio al caer rendida ante los encantos del sinvergüenza de mi padre, que la verdad es que los tenía. Guardo con cierto orgullo, no confesable porque aquello acabó como el rosario de la aurora, una foto suya que encontré en el cajón de la ropa interior de mi madre cuando aún era muy pequeña. No sé si la echó en falta alguna vez, pero nunca dijo nada. La verdad es que era —o es, vete a saber si aún vive— un hombre guapo, morenazo a lo Alain Delon, pero con los ojos negros, y si la guardo es porque que soy su vivo retrato; algo bueno tenía que dejarme, no sólo humillación.

Estuvimos charlando y tomando café —últimamente, los cafés con Pompilio menudeaban—, y la idea de salir a cenar juntos al día siguiente surgió de modo natural, no hubo nada forzado ni incómodo. Por la mañana limpié la casa, puse sábanas limpias —las buenas— y flores frescas en los jarrones. Después, abrí el estanco y telefoneé para reservar una mesa.

Cenamos en “La Misericordia”, una antigua ermita desacralizada situada junto al río Mena, entre olmos, sauces y álamos negros, que han convertido en un restaurante de exquisita cocina y, lo más importante, a un precio razonable. Era un miércoles y sólo había otras dos parejas, así que nos dieron a elegir el sitio y nos sentamos junto a un ventanuco por el que se dejaba ver y oír el río. Nos sirvieron un vino de Málaga para ir abriendo boca, mientras estudiábamos la carta, que no era extensa, pero sí muy sugerente.

En la mesa había una vela encendida y flores blancas sobre un inmaculado y níveo mantel, y todo el local estaba profusamente decorado con imágenes religiosas y espejos de marcos recargados. En el ambiente se mezclaban los aromas que salían de la cocina con el olor a verano, que entraba a raudales por las ventanas abiertas; llenaban el aire, muy sutilmente, unos madrigales de Monteverdi, lo que me dio ocasión de bromear con Pompilio sobre su apellido. Fue entonces cuando me preguntó él por el mío.

—Te vas a reír; es Klein…

—¡Conchita Klein! Parecés argentina, por esa mezcla de nombre y apellido —se sorprendió Pompilio.—. ¿Tu papá es alemán?

—Andaluz —le dije, y tras una estudiada pausa dramática, observando su reacción de extrañeza, añadí— pero sus antepasados fueron emigrantes alemanes.

—Pero, ¡cómo! ¿Emigrantes alemanes en España? Siempre creí que sería al revés.

—Y así es en la actualidad, pero en el siglo XVIII a Carlos III no se le ocurrió otra cosa que repoblar Andalucía con alemanes; ya sabes, cuando el diablo se aburre, mata moscas con el rabo. Claro, como Felipe III había expulsado a los moriscos, pues faltaba mano de obra, y es que los reyes que ha tenido este país son como los juanetes: feos, retorcidos y dolorosos.

—Y la familia de tu viejo fue una de las que vinieron de Alemania…

—Así es.

—Es interesante esto que me contás —parecía sinceramente interesado—; tu papá tendrá muchas historias fascinantes de sus abuelos y bisabuelos —comentó Madrigal, como animándome a relatar tales supuestas historias.

—Tal vez las tenga, pero a mí no me las contó nunca, y si sé esto que te acabo de decir es porque, dado mi apellido y sabiendo que mi padre era de un pueblo de Sierra Morena, como los bandoleros —reconozco que esto lo dije con intención—, me picó la curiosidad y lo indagué.

—¿Y eso? ¿Cómo que no te contó nada? —preguntó, cada vez más extrañado.

Le referí a Pompilio la historia de mi familia, sin ahorrar detalles pero intentando no juzgar ni a mi padre ni a mi madre, lo cual no quiere decir que no lo haga en mi fuero interno, ya que soy la principal damnificada por ese matrimonio y las dos nefastas personalidades que lo formaban. Madrigal, no obstante, supo leer entre líneas, pero no me compadeció; en lugar de eso, me dijo:

—Por mucho menos de eso, hay gente que no se la banca, que arruina su vida; vos pudiste haberte quedado en el lugar de víctima y no lo hiciste. Me gustan las mujeres fuertes, brindo por vos.

Chocó su copa con la mía. Después la llevó a sus labios, sin apartar su mirada de mis ojos. También yo la mantuve fija en él, pero ello no derivó en un duelo, sino en un sumergirse en el interior del otro. Definitivamente, aquel hombre me gustaba. Se quedó pensativo un momento, sonrió con la vista perdida en algún punto inasequible para mí, y cuando habló fue para recitarme los últimos versos de la “Defensa de la alegría”, de Benedetti:

“defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar
y también de la alegría.”

Cuando acabó, me dijo que ese poema formaba parte del nuevo espectáculo que estaba componiendo. Sus ojos estaban brillantes por la pasión que le embarga al recitar, y después adquirieron un brillo distinto, más carnal, pero en ese momento vinieron a tomarnos el pedido.

Una vez tomada la comanda, Floreal, propietario y chef, nos ofreció la carta de vinos. Pompilio le preguntó:

—El vino de la casa, ¿es de la zona?

—De la tierra, cómo no, y negro como el mal —respondió.

—¿Y se deja tomar?

—Es ambrosía, pero lo servimos en frascas frías, para evitar incendios —dijo con una sonrisa que convencía.

—Traigaló entonces, amigo —le pidió Pompilio, devolviéndole la carta que no había llegado a abrir.

—Gracias, Floreal —dije, a mi vez, sonriéndole, mientras él se alejaba hacia la cocina que antaño fue sacristía.

—¿Floreal? —inquirió, intrigado, mi acompañante.

—Sí, es bonito, ¿verdad? Es uno de los meses del calendario republicano francés, aunque te supongo ducho en estos asuntos —le respondí, haciéndole un guiño—. Este chico es hijo y nieto de republicanos, todos ellos de nombre Floreal, si bien están inscritos en el registro civil como Miguel, ya sabes que a Franco no le gustaba que nadie meara fuera de tiesto.

—Que cosa las vueltas de la vida, ¿no? un republicano poniendo un restaurante en una iglesia —comentó él. —Está más acorde con sus ideas, claro, pero es curioso.

—Sí, no deja de ser llamativo, pero ni todos los republicanos son ateos, ni todos queman iglesias.

Aquel era un tema ya muy trillado en el que no quisimos entrar, pues aunque el asunto de los desmanes cometidos por ambos bandos durante la guerra civil puede ser una conversación estimulante como pocas, hablar de ello no era de ningún modo lo que nos habíamos propuesto al ir a cenar allí aquella noche. Después, paseando la mirada por el recinto, y para cambiar de tema, añadí:

— Además, verás que aquí las imágenes religiosas son mero atrezo, como si fueran Barbies vestidas de época.

Pompilio quedó de nuevo pensativo, esta vez sin sonreír.

—¿Conocés al padre y al abuelo de este chico? Me interesaría hablar con ellos.

—Sí, claro que los conozco, son de aquí de toda la vida. Con este tengo más relación porque le sirvo el tabaco que vende en el restaurante, y a su abuelo lo veo a veces sentado en el moral —Pompilio asintió. —Si quieres, cuando nos traiga la cena te lo presento; estoy segura de que no tendrá inconveniente en ponerte en contacto con ellos. O bien, cuando vengas al estanco, si el abuelo está en la plaza, te acercas para hablar con él. Te puedo acompañar, pero vaya, todo el mundo sabe quién es Floreal, no tiene pérdida.

Así lo hicimos; cuando nos trajo el primer plato los presenté y Floreal estuvo encantado de poder ayudar a Pompilio. Después el argentino me contó la historia, de la que yo conocía retazos, de su abuelo, Fernán Madrigal, el Fotógrafo, que tuvo que salir a toda prisa de Fragmentaria, primero, y del país después, a través de Francia, huyendo de las huestes asesinas del régimen.

—Recuerdo que el abuelo aborrecía la palabra “depuración” —dijo, como para sí mismo.

Parece ser que alguien le dio el aviso y pudo escapar a tiempo, aunque ya temía algo así debido a la actitud chulesca y beligerante de uno de los caciques del pueblo con él. Pompilio me confesó que había venido al pueblo para reverdecer las raíces familiares e intentar comprender la nostalgia de su abuelo, pero una vez aquí le asaltó la inquietud por saber, y el buscar respuestas se había convertido en una de sus prioridades, pese a aparentar ser un bon vivant al que todo le resbalara por encima sin dejarle rastro.

—No vas desencaminado, se sabe en el pueblo que ese hombre del que tu abuelo salió huyendo fue responsable de muchos paseíllos nocturnos y de muchas delaciones, tuvieran o no fundamento. A sus descendientes se les ha tolerado más o menos, porque no han sido beligerantes ni se han hecho notar demasiado, pero a él aún se le guarda mucho rencor. Siento no poder ayudarte más o mejor, pero ni mi madre ni mi abuela viven —le dije. Cuando vayas al moral, no sólo te podrá ayudar Floreal, sino todos los viejos que allí encuentres, ellos son la memoria viva de ese tiempo.

Llegados a este punto vi que el brillo había desaparecido definitivamente de sus ojos y la sonrisa, de sus labios, y supe que lo que prometía la noche se había convertido en agua de borrajas. Fernán Madrigal, el Fotógrafo, se había instalado entre nosotros.

Tras esa velada, en cierto modo fallida pero aclaratoria en muchos sentidos, empecé a plantearme la vida desde un punto de vista diametralmente opuesto al que hasta ese momento me había servido como guía, y me pregunté aquello de “¿Conchita, qué quieres ser de mayor?”. Para responder a esa cuestión, antes debía hacer inventario de lo que era yo, de quién era: una mujer todavía joven, aunque camino de la madurez, con un pasado más divertido que su presente, con recuerdos de una niñez muy difíciles de olvidar por muchos esfuerzos que hiciera para conseguirlo, y sola, completamente sola.

La cena con Pompilio me abrió los ojos; ¿qué buscaba en él? ¿Darme un revolcón porque me había entrado por el ojito derecho? ¿Y después? ¿Qué es lo que quería hacer con el resto de mi existencia? Ya pasaron muchos hombres por mi cama, más que por mi vida. De algunos recuerdo su risa; de otros, solo la piel; de los demás, nada. Tal vez de Pompilio me quedara algo más, pero es un espíritu libre al que no se le pueden pedir ataduras, es más, no se le deben pedir, pues dejaría de ser él. Pompilio es un ser que se guía por instinto, que vive la vida con todas sus consecuencias, y es el único hombre que he conocido dueño de su futuro. Él se irá, eso lo sé, y ni yo ni nadie podrá colgarle lastre para que no levante el vuelo. Y yo volveré a quedarme sola, yéndome de vez en cuando a la ciudad para echar un polvo, y sacaré mis mejores plantas a la calle el día de la procesión del santo patrón, que una será atea pero es muy tradicional, y me haré vieja tomando café con Teresa.

No, no era eso lo que quería.

No llegué a colgar el cartel de “Se traspasa”, porque los estancos están muy buscados y funcionan solos.

Me fui de Fragmentaria como mi padre, casi con lo puesto.

© JAVIER VALLS BORJA

Este texto forma parte de la novela digital Fragmentaria, coescrita por varios autores

domingo, 5 de mayo de 2013

Día de la Madre

—Felicidades, mamá.
—Soy tu padre, idiota.
—Lo siento.
—Yo también, créeme.

© JAVIER VALLS BORJA