martes, 19 de febrero de 2013

No me llamo doña Concha (Conchita I)




Ayer el nuevo cartero me llamó doña Concha —¡doña Concha!—, y no pude evitar reírme.

—¿Doña Concha, yo? Quite, quite; esa era la Piquer —le contesté, y desde entonces que no paro de canturrear…
…Era hermoso y rubio como la cerveza,

el pecho tatuado con un corazón,
en su voz amarga, había la tristeza
doliente y cansada del acordeooooón…
Y vuelvo a empezar la estrofa una y otra vez, porque es el único trozo que me sé, y ya empiezo a estar un poco cansada de la dichosa canción.

A mí, doña Concha, sólo me lo llaman los viajantes, que ya sabemos cómo son, para ver si dorándome la píldora me sacan más cuartos, que unas veces es que sí, y otras, que no.

—Doña Concha, que no pasan los años por usted.
—¿Tú crees? Entonces, ¿por qué, mejor, no me llamas Conchita?
—¿Puedo?
—¡Pues claro, hombre! Así, de tú a tú, me resulta más fácil mandarte a paseo, zalamero, más que zalamero.

Yo soy, de toda la vida, Conchita la estanquera —Conchitalaestanquera, así, todo junto—, para todo el mundo, o para todo el pueblo, que viene a ser lo mismo, porque mi mundo somos yo, mi lugar y mis circunstancias.

Y ya que hablamos de lugares, de mundos y de pueblos, el mío siempre ha sido Fragmentaria que, para bien o para mal, me vio nacer. En cuanto a las circunstancias, hemos pinchado hueso: ni en sueños voy a confesar cuánto hace de tal sucedido, que ya se sabe que un buen secreto la reviste a una de un halo de misterio y la convierte en objeto de deseo de los hombres y tema de conversación de las mujeres. De todos modos, qué importancia tendrán unos años más o menos cuando la edad que refleja el rostro y la que va por dentro no avanzan acompasadas; porque yo me sé joven, aunque en algunas ocasiones me siento tan vieja que pienso que fui yo antes que el pueblo, que fui yo quien lo vio nacer.

Sin embargo, es banal la cuestión de quién fue primero, si el huevo o la gallina, porque yo he nacido muchas veces, y sigo naciendo cada día, con cada libro empezado, con cada nueva amistad, con el olor a pan recién hecho; pero muero un poco también, de rabia e impotencia, con cada paso atrás, con cada nueva injusticia, hasta que se me envenena la sangre y se me agolpa el coraje en la boca, mi mejor arma, la única que me atrevo a esgrimir ante un semejante. Nací desnuda y desnuda continúo, sin dobleces, ni máscaras, ni disfraces; soy capaz de mirarme a los ojos cada mañana y sostenerme la mirada con franqueza, porque sigo siendo fiel a mí misma.

Regento la Expendeduría nº 1 de Fragmentaria —como todavía reza el descolorido rótulo original—, o sea, el estanco del pueblo, heredado de mi madre —Conchalaestanquera—, viuda temprana que, por si tenía poco destajo con el negocio, la casa y una niña de carácter indomable a los que atender, limpiaba la iglesia mayor dos veces por semana y se traía los manteles del altar para lavarlos, plancharlos y almidonarlos. Cuando se vio demasiado vieja para continuar con ese menester, lo cual ocurrió mucho después de que lo fuera, me suplicó:

—Hija, que esa labor ha estado en nuestra familia desde mi bisabuela María, ¿qué va a decir el señor cura?
—Que diga misa, madre, que es lo que ha de hacer.

Tras esa breve conversación, y con carácter irrevocable, la que suscribe rompió las relaciones con la Iglesia, que, ya desde antes de la primera comunión —nunca quise confesarme—, se habían mantenido en un estado de fricción constante.

La otra herencia que recibí de mi madre fue su escapulario del Carmen, a la sazón la totalidad del pago que recibió de manos del párroco por los servicios prestados durante toda una vida. Cuando le encargué al cura una misa por mamá, cubrí los gastos con ese mismo escapulario.

—¿Estás de broma, Conchita?
—¿Lo estaba usted cuando se lo dio a mi madre?
—¡Esto es una afrenta a Dios!
—Usted no es Dios, padre.

Como el negocio del tabaco está cada vez peor con tanta ley, tanta crisis y tanto afán de salud, pensé en ampliarlo ofreciendo papelería, prensa y libros, que tampoco es que se me formen colas a la puerta como en un Madrid-Barça, pero da para ir tirando.

—Dame un Farias y el ABC.
—Toma, progre… ¿no querrás también el libro de Mario Conde?
—¿Ya lo tienes? Trae, trae…
—Cógelo tú mismo, que tengo las manos limpias.

Los asiduos conocen mi sentido del humor, ácido tirando a corrosivo, aunque unos lo encajan mejor que otros, la verdad. Con los recién llegados soy algo más comedida; al menos lo procuro, pero esta mañana ha venido un argentino —¿o uruguayo?; nunca los distingo— que me ha parecido que quería ligar, y le he enseñado los dientes. Normalmente, los tengo un tiempo en cuarentena —a los nuevos clientes, se entiende, no a los argentinos—, no sea cosa que los espante; al fin y al cabo divertirse está bien pero, como dijo algún sabio que ahora mismo no me viene a las mientes, del cielo para abajo, cada cual vive de su trabajo.

Suelo recomendar libros a los parroquianos, no solo por intentar vendérselos, sino porque disfruto cuando los comentamos posteriormente, como si fuera un club de lectura, así que, ahora que por el pueblo empieza a haber más movimiento del habitual, estoy por poner un par de mesitas que invite a la tertulia, como en las librerías finas de la capital, a ver si consigo revivir las que se celebraban hace años en la farmacia Capdevila. Eso sí, la cafetera, de goteo, que no me veo preparando carajillos.

¿Un café? Invita la casa.

©texto JAVIER VALLS BORJA
febrero 2013
©fotografía Agustín Carlos "Magosoft". Todos los derechos reservados

Este texto forma parte de la novela digital Fragmentaria, que podéis leer a razón de un nuevo capítulo cada semana.

lunes, 11 de febrero de 2013

Modus vivendi



No va a misa, ni sale a las procesiones, ni juega a la brisca con las vecinas y, por Dios, ¡no lleva medias! Y es que ya desde pequeña andaba enfrascada en libros, como un chicazo, cuando empezó a servir en la casa grande, la de los veraneantes de la ciudad, que se ve que eran notarios, o tenían una fábrica de hilaturas, o las dos cosas, no lo sé. Dicen que el señorito la enseñó a leer, y que la señorita le recitaba poesía o le tocaba piezas al piano para hacerle más llevaderas sus tareas, ¡ay, Señor! que ya no se respetan ni las clases, así está el mundo. El día de libranza no iba al cine, ni al baile si lo había, y se quedaba en la biblioteca de la casa leyendo sin parar; eso no puede ser bueno, no me digas. ¡Ah! y otra cosa: en el pueblo no se le conoció hombre, a ninguno le gusta una mujer que sepa más que uno, normal, pero tampoco hubo interés por su parte, la verdad. Su amor eran los libros, y su mundo aquella casa. Al final perdió el interés por lo que la rodeaba; vivía en su clausura de libros, viviendo otras vidas a las que jamás hubiera podido aspirar de no ser por la lectura, ya ves, qué cosas, y ella dice que es feliz. ¡Qué mujer más rara!

©texto JAVIER VALLS BORJA
diciembre 2012
©fotografía  Santi Martin (fuente flickr), publicada bajo una licencia Creative Commons

Este texto fue escrito para el concurso mensual organizado por Jaime Gonzalo Cordero, en su edición de diciembre de 2012, habiendo quedado en el segundo puesto.