jueves, 4 de junio de 2020

H2C=O (formol)


Me incorporo sobresaltado, presa del pánico, solo para descubrir que el delirio continúa en el estado consciente, sin frontera entre alucinación y realidad.

Los pasos se detienen frente a la puerta, como en el sueño, solo que ahora no estoy dormido, tampoco despierto; este estado insomne carece de toda lucidez. Silencio. No suenan golpes de nudillos, ni el dindón del timbre. Aplico el oído a la madera para captar posibles ruidos del otro lado, pero no se oye nada en absoluto, ni siquiera los sonidos habituales del edificio ni de la calle. El silencio es denso, viscoso, me ahoga. No hay mirilla, no puedo ver quién hay en el pasillo, ni sé si quiero verlo. No, no quiero. El corazón se me acelera mientras me invade una oleada de sudor frío que empapa inmediatamente mi frente y mis axilas. ¿Es miedo? No, es mucho más que eso. Es un volver al terror causado por las pesadillas de la niñez. El horror atávico acumulado a lo largo de la historia de la humanidad, concentrado en este momento. Tengo la sensación de que aunque quisiera gritar, no saldría ni tan solo un susurro de mi garganta, como cuando desperté chillando sin voz. ¿Quién será? ¿Será una de ellas? ¿Habrán seguido mi pista y me han denunciado a la policía? Pero si fuera la pasma habría aporreado la puerta con fuerza, incluso hubiera amenazado con echarla abajo. ¿Por qué no llama nadie?

¿Quién es?— pregunto con el poco aire que soy capaz de expeler a través de la garganta, incapaz de emitir nada más que una voz opaca y débil que me hace sentir más ridículo y cobarde de lo que me he sentido jamás.

Nadie responde, el pánico me atenaza, mi respiración se vuelve agitada, me falta el oxígeno. Siento la calidez de mis orines empapándome los pantalones. Me doy la vuelta y con la espalda contra la puerta observo los estantes llenos de frascos. Ya no puedo soportar el olor a formol, necesito salir de aquí, pero las ventanas de un séptimo piso no son una salida a considerar.

Los globos oculares que me miran desde los frascos se me figuran dedos acusadores, los de todas las mujeres a los que pertenecieron aquellos ojos que un día fueron bellos, que miraron con amor, con ternura, con cariño, aquellos ojos que miraron como a mí nunca nadie me ha mirado, como a mí nunca nadie me mirará… Los ojos de aquellas mujeres que me miraron con desdén, cuando no con asco.

No puedo seguir con aquella visión y arramblo con los frascos, que se rompen con estrépito esparciendo docenas de ojos ciegos y miles de fragmentos de cristal. El formol se derrama, lo empapa todo, y el olor, ¡el olor!

¿Quién es?— vuelvo a preguntar a la puerta, gritando, con la garganta estrangulada por el miedo, la boca seca.

Soy mamá, hijo, abre la puerta— y se me contrae el estómago al oír la voz amada.

Mamá está muerta.

Abro, y descubro frente a mí a la mujer que me dio la vida, pero ahora no tiene ojos y desprende un hedor a muerte que se impone al del formol. Me habla con la voz de cuando me arrullaba:

Ven conmigo, hijo.— Y enciende una cerilla...

El formol prende y, finalmente, las ventanas de un séptimo piso sí son una salida a considerar.


© del texto JAVIER VALLS BORJA
junio 2020

2 comentarios:

  1. Hay escapes muy considerables dependiendo de la circunstancia.
    👏👏👏

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