domingo, 27 de noviembre de 2022

No abras los ojos



Aún sin abrir los ojos, percibía que había alguien más en su cama, pese a que no se oía respiración ni movimiento alguno. Intentaba recordar la noche anterior, pero las imágenes le llegaban tan confusas que no le permitían hilar una historia que contarse.

No recordaba nada de la fiesta, pero todo parecía indicar que había acabado, no solo bien, sino muy bien. Que había habido sexo, eso era seguro; y que el sexo había sido del bueno, también: sentía esa languidez, esa deliciosa lasitud que sigue a la actividad sexual satisfactoria, pero no lograba poner cara a quien le había proporcionado tal placer. 

A través de la fina piel de los párpados podía adivinar que la luz del día ya se colaba con fuerza a través de las ventanas. El sonido del tráfico era débil, se notaba que era domingo. No le gustaban los domingos, colofón del fin de semana y antesala del lunes, pero en esa ocasión se alegraba de que lo fuera para poder alargar ese momento tanto como fuera posible. No había prisa, los domingos nunca hay prisa y quizá, en un momento dado, fuera posible retomar la diversión. 

Dudó sobre si acercar la mano hacia el cuerpo que yacía a su lado, en una especie de maniobra de reconocimiento, o mantener la incógnita un poco más. Resultaba de lo más estimulante elucubrar acerca de quién podría ser pero, al mismo tiempo, sentía cada vez más curiosidad por saberlo con certeza.

Olisqueó el aire por si captaba algún olor que pudiera traer a su mente una cara, una palabra, una voz; pero el único aroma que invadía el aire y que anulaba todos los demás era el de la barbacoa que habría armado algún vecino en el balcón, debía ser bien cerca de la hora de comer. Eso le hizo rugir las tripas de hambre. Pensó que no podría demorarse mucho más en la cama y finalmente decidió hacer una exploración táctil. 

Con los ojos aún cerrados, extendió el brazo hacia el cuerpo de su partenaire, que permanecía boca abajo, pues su mano fue a posarse sobre unas nalgas firmes y de piel fina; se preguntó de qué tonalidad sería. Demoró el tacto un buen rato, era excitante tener un cuerpo a su disposición, en total abandono. Bajó un poco y se detuvo en un muslo fuerte, sin duda fruto de ejercicio regular o de una genética extraordinaria. Volvió a subir la mano despacio, se recreó nuevamente en las suaves nalgas, la detuvo en la sima de la zona lumbar y reemprendió su recorrido ascendente, pianísimo, hasta llegar al hombro que tenía más cerca, que masajeó con movimientos suaves y envolventes. Bajó de nuevo, despacito, hacia las nalgas que se le ofrecían sin cortapisas, invitadoras a la caricia.

Para entonces, ya percibía en su pareja movimientos como de despertar y notaba una aceleración en ambas respiraciones, fruto del sensual roce.

—¿Quién eres?— preguntó en un susurro, sin abandonar el contacto.

—No importa, solo sigue acariciándome así.

© JAVIER VALLS BORJA
febrero 2021

lunes, 21 de noviembre de 2022

Azul de Prusia



No lo he vuelto a ver desde aquel día. Me dijo “¿te importa que mire?” Le dirigí una breve mirada y le contesté que no; le sonreí, pese a que él no lo hizo, pero no me transmitió la sensación de ser antipático. Estuvo mucho tiempo detrás de mí, observando, sin decir apenas nada. Acostumbrada a tener espectadores en mi trabajo, yo estaba cómoda, era un tipo que mostraba interés, estaba pendiente de lo que hacía, no criticaba... Hablaba poco, la verdad, cosa que yo agradecía a la hora de concentrarme en mi trabajo. En un momento, me vi perdida, no hallaba el gris que en aquel momento lucía el mar y, tras varias pruebas fallidas, él dijo “azul de Prusia, solo una pizca”. Lo miré, entre curiosa y extrañada. Hice lo que me indicó, mezclé y logré el tono preciso. Por el rabillo del ojo vi que él asentía. Di por terminado el mar y comencé a esbozar sobre la línea del horizonte un velero inexistente y él, de pronto, dijo “adiós” y se marchó. Creo que su marcha fue lo que me hizo fijarme realmente en ese hombre, cuando comprendí que su compañía silenciosa me había resultado grata pero que, probablemente, no lo iba a volver a ver. No sabía si era un turista de los que se fastidiaron con el agosto tan lluvioso que tuvimos, o si estaba de paso o si tal vez sea de aquí y, sencillamente, no me lo he encontrado de nuevo. Recuerdo su presencia cálida, su mirada franca, el olor a plástico nuevo que emanaba de su chubasquero de Decatlhon. 

Ahora, el verano está tocando a su fin, apenas quedan turistas, y los que aún pasean por el puerto son jubilados que aprovechan los precios de temporada baja. Estamos ya en un septiembre bien entrado, aunque desde principios de mes parece octubre, porque no deja de llover y es todo gris, pero el gris me aporta serenidad y equilibrio, que es lo que necesito para trabajar. Este año se ha adelantado el otoño y, con él, mis ganas de pintar. Pinto todo el año, no me queda más remedio si quiero comer, pero lo que más me gusta pintar es el otoño, el otoño del mar, concretamente. Es la única estación del año en la que pinto con verdadera inspiración, disfrutando mis cuadros, que no son más que una sucesión de grises —casi casi grisallas—, la búsqueda del gris perfecto, del gris del cielo, del gris del mar, ahora siempre con azul de Prusia, solo una pizca. He pensado mucho en aquel tipo desde el día de nuestro casual y extraño encuentro y no es que me ocurra con frecuencia el pararme a pensar en desconocidos, pero últimamente él siempre va rondando por mis pensamientos. Llueve de nuevo, como aquel día, y yo necesito plasmar esos cielos grises en mis cuadros, que las facturas no entienden de estaciones y vienen todos los meses, sin falta.

Y mira que los cuadros grises son difíciles de vender... No entiendo que a la mayoría de la gente no les gusten, pero así es; por eso a veces, cuando un cuadro me gusta mucho, hago dos versiones: el gris gris, para mí, y el que lleva una nota de color en forma de pelota olvidada en la arena, una cometa volando en el cielo, una sombrilla chillona o el chubasquero amarillo de un pescador en la orilla, ese, para vender. Esas cosas venden, y hay que vivir, triste existencia la del artista sin mecenas.

Lo peor en mi trabajo es el verano, no puedo tomarme vacaciones porque es la época del año en que más vendo, pero en verano es difícil pintar cuadros grises, el sol todo lo invade y he de pintar casi de memoria. No me gusta la luz estival para pintar, esa luz que todo lo quema, que mata los colores, que te obliga a entrecerrar los ojos o a ponerte gafas que a su vez desvirtúan el color. Las sombras son duras, nada que ver con los días que amanecen nublados, que permiten ver todo tal como es, o los días lluviosos en que un desconocido se para silencioso a verte pintar. Pero me gustaría que se parase solo ese “uno”, porque cuando pinto en lugares concurridos, como la playa, el paseo o la escollera, que es casi siempre, suele congregarse a mi alrededor una pequeña multitud curiosa que parlotea sin parar, sin respetar a la persona que está allí trabajando, o sea, a mí. Y cuando ven que lo que reflejo en el lienzo nada tiene que ver con lo que hay en realidad frente a ellos, se permiten el lujo de hacer comentarios despectivos sobre mi obra. Son personas tan planas, que ni siquiera me molesta lo que digan, pero me distraen de lo mío; vaya, que me tocan las narices, vamos.

Y del verano no solo es que me disguste su luz, es que no me gusta la estación en sí ni nada de lo que conlleva. Lo único bueno que tiene es que esto se llena de turistas deseosos de llevarse las maletas llenas de recuerdos, entre ellos mis cuadros, para sí o para regalar, pero, por lo demás, el verano huele a sudor, a bronceador, a fritanga, y es estridente y hortera. En cambio, el otoño huele a agua, a castañas asadas, a humo de leña, a mar... ¡A plástico de chubasquero de Decatlhon! ¿Es posible? ¿Lo es?

Sí, es el mismo olor pero, claro, debe haber millones de chubasqueros de esos por el mundo. De todos modos, aun pensando que sería bastante raro que fuera él, me doy la vuelta en mi taburete plegable y miro hacia atrás. “Hola, azul de Prusia”, le digo. Como única respuesta, él dice “¿te molesta que mire?”, y yo niego con la cabeza, con una sonrisa. Esta vez, él también sonríe.

© JAVIER VALLS BORJA
febrero 2021