lunes, 21 de noviembre de 2022

Azul de Prusia



No lo he vuelto a ver desde aquel día. Me dijo “¿te importa que mire?” Le dirigí una breve mirada y le contesté que no; le sonreí, pese a que él no lo hizo, pero no me transmitió la sensación de ser antipático. Estuvo mucho tiempo detrás de mí, observando, sin decir apenas nada. Acostumbrada a tener espectadores en mi trabajo, yo estaba cómoda, era un tipo que mostraba interés, estaba pendiente de lo que hacía, no criticaba... Hablaba poco, la verdad, cosa que yo agradecía a la hora de concentrarme en mi trabajo. En un momento, me vi perdida, no hallaba el gris que en aquel momento lucía el mar y, tras varias pruebas fallidas, él dijo “azul de Prusia, solo una pizca”. Lo miré, entre curiosa y extrañada. Hice lo que me indicó, mezclé y logré el tono preciso. Por el rabillo del ojo vi que él asentía. Di por terminado el mar y comencé a esbozar sobre la línea del horizonte un velero inexistente y él, de pronto, dijo “adiós” y se marchó. Creo que su marcha fue lo que me hizo fijarme realmente en ese hombre, cuando comprendí que su compañía silenciosa me había resultado grata pero que, probablemente, no lo iba a volver a ver. No sabía si era un turista de los que se fastidiaron con el agosto tan lluvioso que tuvimos, o si estaba de paso o si tal vez sea de aquí y, sencillamente, no me lo he encontrado de nuevo. Recuerdo su presencia cálida, su mirada franca, el olor a plástico nuevo que emanaba de su chubasquero de Decatlhon. 

Ahora, el verano está tocando a su fin, apenas quedan turistas, y los que aún pasean por el puerto son jubilados que aprovechan los precios de temporada baja. Estamos ya en un septiembre bien entrado, aunque desde principios de mes parece octubre, porque no deja de llover y es todo gris, pero el gris me aporta serenidad y equilibrio, que es lo que necesito para trabajar. Este año se ha adelantado el otoño y, con él, mis ganas de pintar. Pinto todo el año, no me queda más remedio si quiero comer, pero lo que más me gusta pintar es el otoño, el otoño del mar, concretamente. Es la única estación del año en la que pinto con verdadera inspiración, disfrutando mis cuadros, que no son más que una sucesión de grises —casi casi grisallas—, la búsqueda del gris perfecto, del gris del cielo, del gris del mar, ahora siempre con azul de Prusia, solo una pizca. He pensado mucho en aquel tipo desde el día de nuestro casual y extraño encuentro y no es que me ocurra con frecuencia el pararme a pensar en desconocidos, pero últimamente él siempre va rondando por mis pensamientos. Llueve de nuevo, como aquel día, y yo necesito plasmar esos cielos grises en mis cuadros, que las facturas no entienden de estaciones y vienen todos los meses, sin falta.

Y mira que los cuadros grises son difíciles de vender... No entiendo que a la mayoría de la gente no les gusten, pero así es; por eso a veces, cuando un cuadro me gusta mucho, hago dos versiones: el gris gris, para mí, y el que lleva una nota de color en forma de pelota olvidada en la arena, una cometa volando en el cielo, una sombrilla chillona o el chubasquero amarillo de un pescador en la orilla, ese, para vender. Esas cosas venden, y hay que vivir, triste existencia la del artista sin mecenas.

Lo peor en mi trabajo es el verano, no puedo tomarme vacaciones porque es la época del año en que más vendo, pero en verano es difícil pintar cuadros grises, el sol todo lo invade y he de pintar casi de memoria. No me gusta la luz estival para pintar, esa luz que todo lo quema, que mata los colores, que te obliga a entrecerrar los ojos o a ponerte gafas que a su vez desvirtúan el color. Las sombras son duras, nada que ver con los días que amanecen nublados, que permiten ver todo tal como es, o los días lluviosos en que un desconocido se para silencioso a verte pintar. Pero me gustaría que se parase solo ese “uno”, porque cuando pinto en lugares concurridos, como la playa, el paseo o la escollera, que es casi siempre, suele congregarse a mi alrededor una pequeña multitud curiosa que parlotea sin parar, sin respetar a la persona que está allí trabajando, o sea, a mí. Y cuando ven que lo que reflejo en el lienzo nada tiene que ver con lo que hay en realidad frente a ellos, se permiten el lujo de hacer comentarios despectivos sobre mi obra. Son personas tan planas, que ni siquiera me molesta lo que digan, pero me distraen de lo mío; vaya, que me tocan las narices, vamos.

Y del verano no solo es que me disguste su luz, es que no me gusta la estación en sí ni nada de lo que conlleva. Lo único bueno que tiene es que esto se llena de turistas deseosos de llevarse las maletas llenas de recuerdos, entre ellos mis cuadros, para sí o para regalar, pero, por lo demás, el verano huele a sudor, a bronceador, a fritanga, y es estridente y hortera. En cambio, el otoño huele a agua, a castañas asadas, a humo de leña, a mar... ¡A plástico de chubasquero de Decatlhon! ¿Es posible? ¿Lo es?

Sí, es el mismo olor pero, claro, debe haber millones de chubasqueros de esos por el mundo. De todos modos, aun pensando que sería bastante raro que fuera él, me doy la vuelta en mi taburete plegable y miro hacia atrás. “Hola, azul de Prusia”, le digo. Como única respuesta, él dice “¿te molesta que mire?”, y yo niego con la cabeza, con una sonrisa. Esta vez, él también sonríe.

© JAVIER VALLS BORJA
febrero 2021

2 comentarios:

  1. Me encanta, Javier. Si consigo acceder a mi blog, te comento desde allí.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Has de consegirlo, Ana. ¡Hemos de resurgir de nuestras cenizas!

      Eliminar