martes, 20 de diciembre de 2022

Pájaros en la cabeza



Mi padre siempre me decía que, si quería igualdad, que cogiera el pico como hacían él y mi hermano y si no, que ayudara a mi madre y no tuviera tantos pájaros en la cabeza. 

Jamás se me han caído los anillos por hacer un trabajo “de hombre”, lo que intentaba hacerle entender es que yo no quería ser como un hombre, sino tener los mismos derechos que él, sin haber de renunciar a ser una mujer.

Nunca lo entendió, ni siquiera cuando llegué a ser gerente de la mina con hombres a mi cargo, entre ellos mi hermano y él.

©JAVIER VALLS BORJA

viernes, 9 de diciembre de 2022

La vida hostil

 



Todos nos equivocamos, pero no todos cometemos los mismos errores. Mi equivocación fue marcharme; la tuya, quedarte. Despropósitos opuestos que confluyeron en la infelicidad de ambos, aunque quizá no se pueda simplificar tanto, en la vida nada es tan sencillo. En realidad, mi error no fue marcharme, puesto que es lo que quería hacer, sino irme sin ti. Con el paso del tiempo he llegado a comprender que tú no podías seguirme, estabas muy adoctrinada, aunque el salir conmigo fuera tu manera de decirle al mundo, a tu pequeño mundo, que eras joven y atrevida, que eras capaz de desafiar la autoridad paterna saliendo con el raro, el maldito, el artista, pero ellos supieron esperar el momento. Nuestra relación nunca había sido plato de gusto para tu familia, seguramente por el solo hecho de yo pertenecer a la mía, y en eso no les puedo reprochar nada, mi casa no era la más ejemplar del pueblo, ambos lo sabemos, por los turbios negocios de mi padre y la poca discreción de mi madre con sus líos, y si les toleraban es porque tenían dinero, pero no quiero hablar de mis mezquindades domésticas, que bastante me han amargado ya la vida.

De lo que quiero hablar es de nosotros, después de tantos años de silencio y de distancia, que no de olvido, no por mi parte, y creo que merezco decirte lo que ha sido —es—, mi vida sin ti. Somos esclavos de nuestras palabras y de las decisiones que tomamos, eso es una verdad universal. Las palabras dichas son sentencias, te obligan a actuar en consecuencia, so pena de que, de no hacerlo, te tomen por un cretino. Mi sentencia fue “me voy”. La tuya, “adiós”. Las decisiones importantes pocas veces tienen vuelta atrás. Yo me fui para no volver; tú te quedaste para enterrarte en vida, complaciendo así a los tuyos. Entonces creías que estabas renunciando a mí, pero en realidad renunciabas a ti misma, a tener una vida propia. ¡Calla, no digas que no! Eras demasiado vital como para permanecer en ese páramo limitado y miserable. La chica alegre, siempre feliz que fuiste durante tu paso por la universidad, porque te encantaba el bullicio y el ambiente de la facultad, murió digerida por el aburrimiento en un entorno estancado que se pudría a sí mismo. Subsistías en cuanto a constantes vitales y funciones fisiológicas se refiere, pero poco más había digno de ser considerado vida, porque la vida es mucho más que eso.

Toda una vida, que podríamos haber vivido en común, desperdiciada. Yo nunca he disimulado el coraje que esto me producía, la ira que he sentido cada vez que pensaba que jamás volvería a verte. Tú, en cambio, has sido el perfecto ejemplo de mujer insatisfecha que pone buena cara frente al patio de butacas. Sí, ya sé que me dirás que has tenido un buen matrimonio, con un marido que siempre te respetó, unos hijos a los que adoras, una existencia tranquila, pero, ¿qué pasa con el amor? ¿y con la pasión? ¿y con las risas?

¿Te acuerdas de cómo, de cuánto nos reíamos por la más nimia de las cosas? A ti te saltaban las lágrimas y yo tosía como si me hubiera tragado un moscardón vivo. Y era por nada, porque sí. ¿Cuándo, durante el resto de tu vida, lo has vuelto a hacer? ¿Y cuántas, cuántas veces has deseado volver a reírte de aquel modo, tan sin sustancia, tan tontorrón, tan feliz? Y recordarás que esas carcajadas solían acabar en un beso, al que seguían otro y otro más, y estos desembocaban en maravillosos revolcones que eran más que sexo, ¡mucho más! Eran el cielo, eso es, el cielo. Claro que lo recuerdas, y claro que lo has añorado millones de veces, tantas como lo he hecho yo, aunque hayas ahogado el deseo tragando hiel.

Llegó un momento en que ya no podía resistir vivir sin ti, y estaba dispuesto a hacer lo que siempre dije que no iba a hacer: volver al pueblo, a riesgo de revivir aspectos del pasado que creía que eran capítulos cerrados, solo por ti. Pero ya era tarde para mí, para nosotros, porque tú ya te habías instalado en tu magnífico matrimonio y habías empezado a formar una familia. Si no me seguiste cuando eras libre de hacerlo, menos lo harías teniendo que desarmar el decorado que habías creado para tu público.

Me llegaban noticias sobre ti a través de los antiguos amigos a los que veía de vez en cuando en la capital. Ellos, sobre todo ellas, iban desgranando los exitosos capítulos de tu vida sin saber el daño que me hacían. Fue así como supe de tu noviazgo y boda, de tu primer embarazo, del segundo. Y yo morí entonces, y me ocurrió lo que a ti: seguí respirando, mi cuerpo funcionaba perfectamente, mis constantes vitales no me producían sobresaltos y mis funciones fisiológicas eran tan regulares como siempre. No tenía diabetes ni colesterol. Ni amor.

No, no he podido volver a amar, porque no he dejado de amar, de amarte. Claro que ha habido otras, pero solo han sido eso, otras, porque ninguna de ellas eras tú, mi amiga desde niños, mi amor desde siempre y para siempre.

Nuestros apellidos alfabéticamente consecutivos nos permitieron sentarnos juntos durante toda nuestra vida escolar, quizá de esa proximidad naciera nuestro amor. Después nos separó la universidad, cada uno en una ciudad distinta. Tú estudiaste Farmacia; gracias a la amistad de tus padres con el farmacéutico del pueblo, tenías el puesto asegurado cuando acabaras la carrera. Yo te preguntaba muy serio si eso era realmente lo que querías, quedarte en el pueblo, despachando recetas a los abuelos y tomando la tensión a las viejas, mientras tú te irías convirtiendo en una de ellas. Te animaba a seguir estudiando, si era lo que querías, pero que miraras más allá de los límites del pueblo, de la escasa ambición de tus padres para contigo, que intentaras colocarte en un gran laboratorio farmacéutico donde pudieras investigar y desarrollarte como profesional y como persona. Te suplicaba que vinieras conmigo, que seguiríamos siendo tan felices como lo habíamos sido hasta entonces. Tú me dabas largas, me mirabas como diciendo “ya se le pasará”, me besabas, me volvías loco y yo no podía pensar en nada más que en seguir volviéndome loco con tus besos. Sabías manejar los tiempos y conocías todos mis puntos débiles, así que casi podías manejarme a tu antojo; y digo casi porque al final no conseguiste que me quedara, que era lo que con más ahínco deseabas. Ahora, a través del tiempo, me pregunto qué hubiera ocurrido de no haber abandonado el pueblo. ¿Crees que hubiéramos seguido juntos? A estas alturas de la película, yo diría que no, aunque entonces nada hiciera presagiar una ruptura. Éramos jóvenes y teníamos hambre de vida.

Las vacaciones de verano eran espectaculares, casi no nos separábamos, tras todo el curso alejados, cada uno en su facultad. Entonces aún creía que podría convencerte para que te vinieras conmigo, pero tú me replicabas con el sermón aprendido en casa, que cuando acabara la carrera de Bellas Artes, a saber de qué iba a tener que trabajar para vivir. Yo te respondía que iba a vivir de mi arte, que estaba seguro de ello, pero tu entorno ya había sembrado en ti la semilla de la desconfianza en mí como una persona responsable con la cual constituir una relación estable, una familia. Me decías ”vive el momento”, porque ya sabías que cada uno acabaríamos por nuestro lado. Y no te culpo por tener dudas, que es lo más humano del mundo, te culpo por no amarme más que a la perfecta vida que te habían diseñado y que tú aceptabas gustosa. En el fondo, sabías que nunca más ibas a ser tan feliz, y por eso sorbías hasta la última gota de la felicidad que teníamos entonces, y que hubiéramos seguido teniendo si hubieras creído en mí.

Tantos años, tantos… Millones de veces pensaba en qué pasaría si volviera al pueblo, si volviéramos a vernos. Y los mismos millones de veces me decía a mí mismo que no pensaba más que tonterías, que ambos habíamos elegido el camino que queríamos tomar, que lo nuestro no fue más que un loco amor de juventud, que ya era demasiado tarde para nosotros, que bla bla bla… Tonterías, cortinas de humo, no querer afrontar la realidad, eso era lo que me pasaba. Porque yo seguía amándote, pero no me imaginaba en el pueblo, plantándome frente a ti y diciéndote “te quiero”. Para entonces eras farmacéutica titular de la botica; el antiguo farmacéutico, tu suegro, se había jubilado y tú reinabas entre tarros de cerámica de Talavera con nombres en latín, habías ascendido al cielo de ibuprofeno. El hijo, tu marido —¿recuerdas que, de pequeños, te reías de él porque ceceaba?—, no había querido seguir por la senda de aspirinas y pomadas para las varices que le había marcado su padre y se dedicó a las leyes. Tenías hijos, niño y niña, la parejita, dos perros grandes que te guardaban el chalet donde vivías, uno pequeño de llevar en brazos y también una chica interna que se ocupaba de la casa. Tenías la vida perfecta, sin mí.

Y yo, siento decepcionarte y también a los que te predisponían contra mí, no soy un muerto de hambre. Para la sociedad del pueblo, para una parte de ella al menos, era un paria; nunca gustó mi talante independiente, ni que destacara sobre la homogeneidad mediocre de la masa. En cambio, para la sociedad de la capital yo era, soy, un dios: triunfé en lo mío, contra todo pronóstico. Estoy forrado, soy el artista de moda. Todo aquel que cree que es alguien ha de tener en su casa, en su despacho, algo con mi firma. Al final me convertí en un artista para cretinos, es tan fácil caer en eso: empiezas a hacer encargos como trabajo alimenticio, te dices que solo será por un tiempo, pero las cosas van cada vez mejor, triunfas y te acomodas. He fracasado, en todo, tanto en el amor como en mi sueño. Ahora, tanto me da, pero antes, después de perderte a ti, me refugié en el trabajo; pintaba furioso, esculpía con rabia, hacía del cinismo mi seña de identidad en las entrevistas que me hacían en las presentaciones de mis obras. Me gané fama de maldito, una fama que me persigue desde siempre. Y todo lo hacía por ti, porque sabía que en algún momento me verías en televisión, en los periódicos, y te preguntarías por qué me había vuelto así, tan áspero, tan sin alma, tan pobre hombre. Pobre hombre, tan sin ti.

Solo puede haber una cosa más dolorosa que renunciar a una vida en común contigo, y hubiera sido renunciar a mí. A mi libertad y a mi talento, a mi inconformismo, a mí como individuo, como esencia, como ser único. Y no se me ocurre qué otra cosa podría haber hecho para, con tal de quedarme contigo, conformaros a ti y a tus padres y a toda la gente mal de casa bien que se permitía juzgarme. Me conoces desde siempre y sabes que una educación convencional para conseguir un futuro estereotipado no era para mí. ¿Me imaginas trabajando de funcionario o en una gestoría? Perdona que me ría, no pretendo ofender a nadie, pero tú misma me hubieras aborrecido, porque sabrías que esa persona no era yo, aunque hubiese renunciado a mi sueño por estar contigo. Me ha costado muchos años llegar a la conclusión de que lo nuestro acabó de la única manera natural que podía acabar y también que, con tanto que nos amamos, era imposible un camino común.

Podría volver al pueblo con la cara muy alta porque, con mi triunfo, ese que al principio no se me perdonaba, he doblegado la mala opinión que suscitaba entre quienes me injuriaban, esas personas que tienen sus propios muertos en sus armarios pero que, para ocultarlos, se dedican a señalar los de los demás. Pero no, no voy a hacerlo. Si me fui sin ti, tampoco voy a volver sin ti, porque tú ya no estás, ese es el único motivo de que yo esté aquí por última vez. Me dijeron que habías enfermado, que habías luchado por sanar pero que, finalmente, perdiste el pulso que te echó la muerte. Es doloroso para mí saber que ya no estás pero, bien mirado, ya no estabas y lo más probable es quien yace bajo esta losa de negro granito, hacía mucho que no era la misma persona que tanto he añorado a lo largo de mi ya larga vida. Una vida estéril, considerada vida solo en cuanto al transcurrir del tiempo, pero vacía, porque sin amor, sin tu amor, no he podido disfrutar de mis logros ni del bienestar económico que me han dado, ni del reconocimiento social, ni de la admiración de la gente. Lo único que me hubiera podido hacer feliz hubiera sido tener tu amor, tenerte a mi lado, siempre. Pero no fue así y, en base a mi experiencia, puedo decir que el amor hace infelices a las personas y vuelve hostil la vida.

Y, aunque parece que todo acabó hace tiempo entre nosotros, o tal vez podría parecer que está acabando ahora, te aseguro que ni la muerte va a poner fin a lo que siento y sentiré siempre por ti, este amor amargo me acompañará hasta mi último suspiro. Me despido con esta pobre ofrenda que te hago con mi presencia y la paradoja de haber vuelto al pueblo para irme de él, de nuevo, sin ti; es el sino de mi vida.


© JAVIER VALLS BORJA
Marzo 2021


domingo, 27 de noviembre de 2022

No abras los ojos



Aún sin abrir los ojos, percibía que había alguien más en su cama, pese a que no se oía respiración ni movimiento alguno. Intentaba recordar la noche anterior, pero las imágenes le llegaban tan confusas que no le permitían hilar una historia que contarse.

No recordaba nada de la fiesta, pero todo parecía indicar que había acabado, no solo bien, sino muy bien. Que había habido sexo, eso era seguro; y que el sexo había sido del bueno, también: sentía esa languidez, esa deliciosa lasitud que sigue a la actividad sexual satisfactoria, pero no lograba poner cara a quien le había proporcionado tal placer. 

A través de la fina piel de los párpados podía adivinar que la luz del día ya se colaba con fuerza a través de las ventanas. El sonido del tráfico era débil, se notaba que era domingo. No le gustaban los domingos, colofón del fin de semana y antesala del lunes, pero en esa ocasión se alegraba de que lo fuera para poder alargar ese momento tanto como fuera posible. No había prisa, los domingos nunca hay prisa y quizá, en un momento dado, fuera posible retomar la diversión. 

Dudó sobre si acercar la mano hacia el cuerpo que yacía a su lado, en una especie de maniobra de reconocimiento, o mantener la incógnita un poco más. Resultaba de lo más estimulante elucubrar acerca de quién podría ser pero, al mismo tiempo, sentía cada vez más curiosidad por saberlo con certeza.

Olisqueó el aire por si captaba algún olor que pudiera traer a su mente una cara, una palabra, una voz; pero el único aroma que invadía el aire y que anulaba todos los demás era el de la barbacoa que habría armado algún vecino en el balcón, debía ser bien cerca de la hora de comer. Eso le hizo rugir las tripas de hambre. Pensó que no podría demorarse mucho más en la cama y finalmente decidió hacer una exploración táctil. 

Con los ojos aún cerrados, extendió el brazo hacia el cuerpo de su partenaire, que permanecía boca abajo, pues su mano fue a posarse sobre unas nalgas firmes y de piel fina; se preguntó de qué tonalidad sería. Demoró el tacto un buen rato, era excitante tener un cuerpo a su disposición, en total abandono. Bajó un poco y se detuvo en un muslo fuerte, sin duda fruto de ejercicio regular o de una genética extraordinaria. Volvió a subir la mano despacio, se recreó nuevamente en las suaves nalgas, la detuvo en la sima de la zona lumbar y reemprendió su recorrido ascendente, pianísimo, hasta llegar al hombro que tenía más cerca, que masajeó con movimientos suaves y envolventes. Bajó de nuevo, despacito, hacia las nalgas que se le ofrecían sin cortapisas, invitadoras a la caricia.

Para entonces, ya percibía en su pareja movimientos como de despertar y notaba una aceleración en ambas respiraciones, fruto del sensual roce.

—¿Quién eres?— preguntó en un susurro, sin abandonar el contacto.

—No importa, solo sigue acariciándome así.

© JAVIER VALLS BORJA
febrero 2021

lunes, 21 de noviembre de 2022

Azul de Prusia



No lo he vuelto a ver desde aquel día. Me dijo “¿te importa que mire?” Le dirigí una breve mirada y le contesté que no; le sonreí, pese a que él no lo hizo, pero no me transmitió la sensación de ser antipático. Estuvo mucho tiempo detrás de mí, observando, sin decir apenas nada. Acostumbrada a tener espectadores en mi trabajo, yo estaba cómoda, era un tipo que mostraba interés, estaba pendiente de lo que hacía, no criticaba... Hablaba poco, la verdad, cosa que yo agradecía a la hora de concentrarme en mi trabajo. En un momento, me vi perdida, no hallaba el gris que en aquel momento lucía el mar y, tras varias pruebas fallidas, él dijo “azul de Prusia, solo una pizca”. Lo miré, entre curiosa y extrañada. Hice lo que me indicó, mezclé y logré el tono preciso. Por el rabillo del ojo vi que él asentía. Di por terminado el mar y comencé a esbozar sobre la línea del horizonte un velero inexistente y él, de pronto, dijo “adiós” y se marchó. Creo que su marcha fue lo que me hizo fijarme realmente en ese hombre, cuando comprendí que su compañía silenciosa me había resultado grata pero que, probablemente, no lo iba a volver a ver. No sabía si era un turista de los que se fastidiaron con el agosto tan lluvioso que tuvimos, o si estaba de paso o si tal vez sea de aquí y, sencillamente, no me lo he encontrado de nuevo. Recuerdo su presencia cálida, su mirada franca, el olor a plástico nuevo que emanaba de su chubasquero de Decatlhon. 

Ahora, el verano está tocando a su fin, apenas quedan turistas, y los que aún pasean por el puerto son jubilados que aprovechan los precios de temporada baja. Estamos ya en un septiembre bien entrado, aunque desde principios de mes parece octubre, porque no deja de llover y es todo gris, pero el gris me aporta serenidad y equilibrio, que es lo que necesito para trabajar. Este año se ha adelantado el otoño y, con él, mis ganas de pintar. Pinto todo el año, no me queda más remedio si quiero comer, pero lo que más me gusta pintar es el otoño, el otoño del mar, concretamente. Es la única estación del año en la que pinto con verdadera inspiración, disfrutando mis cuadros, que no son más que una sucesión de grises —casi casi grisallas—, la búsqueda del gris perfecto, del gris del cielo, del gris del mar, ahora siempre con azul de Prusia, solo una pizca. He pensado mucho en aquel tipo desde el día de nuestro casual y extraño encuentro y no es que me ocurra con frecuencia el pararme a pensar en desconocidos, pero últimamente él siempre va rondando por mis pensamientos. Llueve de nuevo, como aquel día, y yo necesito plasmar esos cielos grises en mis cuadros, que las facturas no entienden de estaciones y vienen todos los meses, sin falta.

Y mira que los cuadros grises son difíciles de vender... No entiendo que a la mayoría de la gente no les gusten, pero así es; por eso a veces, cuando un cuadro me gusta mucho, hago dos versiones: el gris gris, para mí, y el que lleva una nota de color en forma de pelota olvidada en la arena, una cometa volando en el cielo, una sombrilla chillona o el chubasquero amarillo de un pescador en la orilla, ese, para vender. Esas cosas venden, y hay que vivir, triste existencia la del artista sin mecenas.

Lo peor en mi trabajo es el verano, no puedo tomarme vacaciones porque es la época del año en que más vendo, pero en verano es difícil pintar cuadros grises, el sol todo lo invade y he de pintar casi de memoria. No me gusta la luz estival para pintar, esa luz que todo lo quema, que mata los colores, que te obliga a entrecerrar los ojos o a ponerte gafas que a su vez desvirtúan el color. Las sombras son duras, nada que ver con los días que amanecen nublados, que permiten ver todo tal como es, o los días lluviosos en que un desconocido se para silencioso a verte pintar. Pero me gustaría que se parase solo ese “uno”, porque cuando pinto en lugares concurridos, como la playa, el paseo o la escollera, que es casi siempre, suele congregarse a mi alrededor una pequeña multitud curiosa que parlotea sin parar, sin respetar a la persona que está allí trabajando, o sea, a mí. Y cuando ven que lo que reflejo en el lienzo nada tiene que ver con lo que hay en realidad frente a ellos, se permiten el lujo de hacer comentarios despectivos sobre mi obra. Son personas tan planas, que ni siquiera me molesta lo que digan, pero me distraen de lo mío; vaya, que me tocan las narices, vamos.

Y del verano no solo es que me disguste su luz, es que no me gusta la estación en sí ni nada de lo que conlleva. Lo único bueno que tiene es que esto se llena de turistas deseosos de llevarse las maletas llenas de recuerdos, entre ellos mis cuadros, para sí o para regalar, pero, por lo demás, el verano huele a sudor, a bronceador, a fritanga, y es estridente y hortera. En cambio, el otoño huele a agua, a castañas asadas, a humo de leña, a mar... ¡A plástico de chubasquero de Decatlhon! ¿Es posible? ¿Lo es?

Sí, es el mismo olor pero, claro, debe haber millones de chubasqueros de esos por el mundo. De todos modos, aun pensando que sería bastante raro que fuera él, me doy la vuelta en mi taburete plegable y miro hacia atrás. “Hola, azul de Prusia”, le digo. Como única respuesta, él dice “¿te molesta que mire?”, y yo niego con la cabeza, con una sonrisa. Esta vez, él también sonríe.

© JAVIER VALLS BORJA
febrero 2021