Relato escrito para el Planetari de Castelló, como regalo por el 29º aniversario de su inauguración.
Tal día como hoy, hace ya veintinueve
años, el ocho de mayo del mil novecientos noventa y uno, nació una
historia de amor.
Parecía
un miércoles normal, pero no, no era un miércoles cualquiera. Las
gaviotas aún estaban posadas en la arena, pronto saldrían a buscar
algún pececillo que llevarse al buche. El ruiseñor había
finalizado su preciosa serenata nocturna y los gorriones, al
despertarse, rompían el silencio trinando con toda la potencia de
sus minúsculos pulmones. Era como pasar de escuchar un madrigal de
Monteverdi a zambullirse en un concierto de rock duro. Todo parecía
acostumbrado y natural. Lo parecía, pero...
Era
día de inauguración. Antes de que operarios, jardineros,
funcionarios y autoridades invadieran la mañana, con los primeros
rayos de sol, la mar, nuestra mar, sonrió mientras besaba la playa.
—¡Hola,
Planetari! —saludó—. ¡Qué contenta estoy de que te hayan
construido aquí! Bueno, eso ahora, porque cuando empezaron a
erigirte, pensé: "Ya me van a plantar delante otro hotel,
¡estoy harta! ¡Toda la costa destruida para que algunos se hagan
aún más ricos, sin que les importe lo más mínimo cargarse la
naturaleza!". Estaba muy enfadada, todo el mundo habla de lo
bonito que es mirarme, pero nadie piensa en lo que debo ver yo:
grúas, chimeneas, edificios infames…
El
Planetari permanecía mudo, como si no hubiera escuchado las palabras
de la mar, así que esta continuó con su discurso:
—¿No
te interesa lo que te digo? No me importa, te lo contaré igualmente;
total, ¡no puedes irte! —La mar sonreía, divertida—. No hace
mucho tiempo, esta costa era virgen, bellísima en su inocencia
intocada, y yo gozaba contemplando el verdor de la tierra. Sin
embargo, con el paso de los años, fueron tapándome la vista del
pinar, y el último pedazo de tierra que quedaba a través del cual
podía verlo, un buen día se llenó de máquinas, camiones, andamios
y gente que no paraba de hormiguear arriba y abajo. Estaba triste,
pero ya tan acostumbrada… Me retiré, dejé de mirar el litoral por
un tiempo, pero soy curiosa y necesitaba saber. Abrí los ojos de
nuevo para comprobar que ibas
creciendo y
entonces
ya vi
que no eras
lo
que me habías
parecido en
principio. Comprendí
que lo
que se alzaba
hacia el cielo frente a
mí no era el sapo que
yo pensaba, sino el más bello de los príncipes. —Hizo
una pausa para
ver si obtenía alguna respuesta, pero
solo se escuchaba el empecinado
mutismo del Planetari—.
¿No
me dices nada, galán?
El
silencio era lacerante, únicamente roto por un bandada de
golondrinas que revoloteaban entre una nube de mosquitos y estaban
desayunando tan gozosas como si fuera día de fiesta mayor. El
Planetari, tímido como un adolescente, estaba turbado porque una
belleza como aquella se fijara en él y no sabía qué hacer ni qué
decir, pero finalmente se decidió a hablar:
—¡Hola,
Mar! —dijo el Planetari, ruborizado con la ayuda del sol naciente—.
Yo también estoy contento de que me hayan construido aquí, ¡eres
tan bonita!
La
mar, sorprendida por una respuesta que no se esperaba, y que parecía
sincera por el rubor del joven Planetari, de repente se encrespó y
aceleró la cadencia de las olas. Agitada como estaba, se había
cubierto de espuma blanca. Estaba bellísima.
—Ay,
calla, que harás que me enturbie por la vergüenza. Tú sí que eres
apuesto; mírate, tan alto, tan blanco y perfecto como una perla.
Eres lo primero que veo con la claridad de la mañana, y ya me
alegras todo el día.
El
Planetari estaba tembloroso por la emoción, pero como ya estaba
lanzado, contraatacó, valiente:
—La
preciosa eres tú, Mar, con tu movimiento sinuoso y eterno, capaz de
todos los azules: aguamarina, turquesa, zafiro, lapislázuli… —El
Planetari dijo todo eso de un tirón; después, cogió aire y
continuó diciendo—: Y, de noche, eres negra y brillante como el
azabache, y me deslumbras con el resplandor que provoca la luna
cuando te mira…
La
mar, que había vuelto a quedarse quieta, halagada y triste a un
tiempo, respondió:
—¡Míralo,
si me ha salido poeta! —sonrió sin alegría—. Mas ya no soy la
que era… Agradezco lo que me dices, pero estoy enferma…
Microplásticos, vertidos de petróleo, químicos, mercurio,
sobreexplotación… Me hacen daño y, a veces, me enojo, Entonces me
sacan en la tele, y dicen que he provocado desastres aquí y allá.
—¡Eres
valiente y haces escuchar tu voz!
—Pero
estoy tan cansada, Planetari…
—¡No
puedes rendirte! Todo empieza en ti, eres la madre de todo. ¡Tú
eres la vida!
—Ya
sabes que toda vida tiene un final… —La mar se afligió al
decirlo e hizo una pausa, pensando en sus desgracias, pero se
percataba de que aquel era el día grande del Planetari y que no
tenía derecho a amargárselo. Además, ¿quién le decía que a
partir de ahora las cosas no podían cambiar? Ella ya había
demostrado sobradamente su capacidad de regeneración, así que se
rehízo y cambió el tono de voz por otro más alegre—. Pero no
hablemos de mí, que tú eres joven y tienes toda la vida por
delante. —Tras decir eso, imprimió gran énfasis a sus palabras—:
¡Estás destinado a hacer cosas muy grandes, Planetari, porque la
divulgación de la ciencia y, por tanto, el conocimiento de la vida y
del entorno donde vivimos, es el legado más importante que puedes
dejar a los humanos, aparte de entretener a grandes y pequeños, que
ya es mucho. No eres solo una cara bonita, tienes un compromiso y sé
que, conmigo o sin mí, lo cumplirás!
—¡No
permitiré que te rindas! Desde aquí, haré lo posible para difundir
el mensaje de la vida, de cómo nació y de cómo debemos
conservarla. Pero te necesito a mi lado, o frente a mí, mejor dicho…
Me gusta reflejarme en ti —Sonrió con timidez mientras le hacía
esa confesión—. Siempre he estado enamorado de ti, desde que
sacaron la primera palada de tierra para crear mis cimientos—. Tras
un momento de silencio reflexivo, aspiró profundamente y soltó de
golpe—: ¿Quieres que seamos novios, Mar?
—Pero,
pero… —La mar estaba aturdida, no sabía qué decir—. Yo soy
más mayor que tú; tengo un pasado, como podrás imaginarte. —Sonrió
con picardía e hizo reír al Planetari—. Y tengo muchas teclas,
como el calentamiento global, por ejemplo. Yo, que siempre he estado
en mi sitio, me veo obligada a ir invadiendo la tierra. El hielo de
los polos se derrite y me hace engordar. Necesito más espacio, y
algún día llegaré a ti y te engulliré.
Y
el Planetari, con ojos enamorados, respondió:
—No
puedo imaginarme un destino mejor. Cuando llegue ese momento, habré
cumplido mi tarea con los humanos, y seré tuyo por siempre.
© texto y fotografía JAVIER VALLS BORJA
mayo 2020
Me encanta, me recuerda a un cuento que escribí, una historia de amor entre el Titanic y el iceberg que lo destruyó. Gracias por volver.
ResponderEliminarPues espero no destruir mi querido Planetari, jeje... Y a ti, gracias por estar, siempre.
EliminarMe encanta eso de que el hecho de engordar, sea un acto de amor. Bienvenido de nuevo a tu rincón.
ResponderEliminar... de amor, y de belleza, jajajaaa... Gracias, Elenísima.
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